Pedro
rozaba esa edad primaria en la que, nada importa salvo el juego, de
esa otra en la que las inquietudes y ciertos deseos afloran. El deseo
que a él le consumía la mente y los sueños, era el de volar. Era
tal su
obsesión, que cada madrugada, cuando ni tan siquiera el gallo del
corral había decidido
despertar al mundo, él ya había saltado de la cama y corría hacia
el granero. Con la sonrisa dibujada en su joven rostro, gateaba por
la vieja escalera carcomida al tiempo que sus ojos se llenaban de
estrellas. Desde la claraboya, solo un salto le separaba de su
objetivo, al tiempo que repetía para sí una y otra vez: “Hoy sí,
hoy sí, hoy sí”.
Elevaba
sus brazos y
los agitaba con fuerza. Levantaba una pierna y luego la otra en un
precario equilibrio, y no miraba hacia abajo, sino hacia arriba,
hacia las nubes que parecían hacerle guiños. Después, aspiraba
hondo, y se imaginaba pájaro de
brillantes colores y
mirada
intensa, con la fuerza y determinación suficientes para emprender el
vuelo. En
su mente y
en su corazón, sus
manitas sustituían
dedos
por plumaje y sus brazos se volvían ligeros y alados. Todo
su cuerpo adoptaba forma de ave, hasta que al fin, su
pecosa y traviesa carita se encogía y encogía, hasta que el pico
sobresalía de
su nariz respingona.