La duquesa roja que necesitaba al
árbol leñoso para vivir.
Evangelina,
la antigua duquesa de Monte Alto y Bajo Cerro, era más conocida por los
lugareños como “La Duquesa Roja”, un personaje, por cierto, muy pintoresco en
el lugar. Octogenaria de edad, delgada de carnes y blanca de piel, siempre
gustaba de utilizar el color rojo en toda su indumentaria, sin que el paso de
los años hubiese impedido continuar con la mencionada tradición, hecho en sí
que le otorgó el ya mencionado título.
Había
quienes al escuchar hablar de ella pensaban que era una aristócrata excéntrica
y venida a menos que había caido en desgracia, pues no vivía en una gran
mansión, como se podría esperar de alguien poseedor de tan ilustre titulo nobiliario,
sino en un caserío viejo y anticuado que se caía a pedazos. La mujer, que
adquirió su linaje gracias a sus nupcias con don Federico Hinojosa de Nogales,
duque de profesión y holgazán de afición, había regresado tras la muerte de su
esposo, a su lugar de origen, siendo poseedora de aquella pequeña extensión de terreno, para
ser más concretos un olivar, herencia de su bisabuela paterna.
Pero
lo que más inquietaba de aquella anciana, era su intransigencia con respecto a
un enorme árbol leñoso que presidía el olivar y cuyas raíces ya habían
comenzado a invadir parte del salón de doña Evangelina. A ella, no parecía
darle mucho disgusto este hecho, incluso había llegado a colocar unos
almohadones y cojines que permitían utilizar el improvisado elemento decorativo
como algo práctico. De todos era sabido, que la duquesa roja era muy
supersticiosa. En su destartalada vivienda jamás faltaba una herradura que
colgaba tras la puerta, cada día encendía una vela con el fin de apagar su
llama de un soplido, su llavero era una pata de conejo, y los cactus adornaban
sus desvencijadas ventanas. Pero en su caso, la duquesa tenía un miedo atroz,
no a un espejo roto, que también, sino a que alguien cortase o dañase en cierta
forma aquél viejo árbol que la acompañaba en su vivir diario. Sus padres, una
vez le contaron la historia de que aquél olivo era mágico. La vida media de
aquella especie de olivo era de unos veinticinco o treinta años, más fuera de
todo pronóstico, allí seguía, perenne como sus hojas, como acompañante eterno
de la duquesa.
Todo
iba bien en la tranquila vida de esta mujer, hasta que su capataz decidió un
día morir, sin avisar. ¿Qué iba a hacer ella ahora? Decidida, aquella mujer que
casi no se sostenía entre sus dos piernas enfundadas en aquellas rojas medias,
y su agotado bastón, contrató a Severino, hombre culto en el tema agrícola y si
su memoria no le fallaba, padre de familia. Sólo una advertencia realizó al
nuevo empleado.
-
Si alguien dañase este árbol, yo
moriría sin remedio- le explicó al instante.
Severino
que ya conocía de las excentricidades de doña Evangelina, prefirió asentir. Más
aquél armatoste le impedía utilizar maquinaria para la recolección. Sus raíces
sobresalían de la tierra, extendiéndose, y le dificultaban la labor. Era un árbol
viejo, sería buena leña. Además, estaba dañando la cimentación de la casa y no
proporcionaba ya aceitunas. Si lo cortaba, la anciana podría despedirlo, pero
si vertía en él algún producto, se secaría solo y ella no lo culparía.
Fastidiado por aquél incordio de raices sobresalientes y escasas hojas,
procedió a ello.
En
pocos días, el árbol comenzó a resecarse, mientras, casualmente, la duquesa se
debilitaba. Ella, angustiada, decidió preguntar a su nuevo capataz, en cuyos
huidizos ojos divisó el atisbo de la culpa.
-
¿Le has hecho tú algo a mi hermoso
árbol?- le preguntó.
-
No señora. Es sólo que es viejo y ya
no es útil. No tiene más utilidad que la de estorbar. Tampoco se va a perder
tanto. – se defendió el hombre de pronto preocupado por lo que había hecho.
-
Una respuesta cuánto menos
inquietante, joven. Yo también soy vieja, sólo estorbo según muchos y tampoco
se va a perder tanto cuando decida reunirme con mi Federico. Pero aquí sigo,
dándole trabajo a usted y alimentando a su familia. Confío en que esta vez me
escuche. No permita que nadie arranque el tocón que del árbol quede.
Severino
se marchó a casa realmente angustiado. ¿De veras la duquesa necesitaba para
vivir aquél árbol? Él también debía estar perdiendo la cordura.
Al
día siguiente, la duquesa vistió sus mejores galas, incluso se colocó su
sombrero de rojo fieltro. Colocó una nota sobre la mesita del te. Legaba su
herencia familiar a una sobrina lejana de la que nadie sabía nada. Sólo una
petición. Ser enterrada bajo las raíces del árbol. Y una promesa, o regresaría
desde el más allá. Si el árbol se recuperaba, jamás nadie lo cortaría. Después,
se colocó entre los cojines que apoyó sobre aquellas hoy maltrechas raíces, y
allí, con tranquilidad, murió.
El
pueblo, asustado, decidió enterrar a la anciana en el lugar que ella había
indicado. Pobre mujer. Había sido supersticiosa hasta el final de sus días. La
nueva heredera cortaría aquél árbol decrépito de raíz. Más conforme los días
pasaban, todos asombrados comprobaban como el árbol renacía. Con más fuerza y
vigor que nunca. Mientras, a muchos kilómetros de distancia, una joven viuda
hacía las maletas para mudarse a su nuevo hogar, heredado de una tía abuela que
desconocía poseer. Como único equipaje su vestido favorito. El rojo.