Le gustaba coleccionar palabras. Amaba escuchar. Escaseaba de amigos, pero le sobraba imaginación. Veía el mundo en colores y solo tenía miedo a las brujas de los cuentos, sin saber, que procedía de una larga estirpe de ellas.
Le gustaba levantarse al alba y caminar descalza entre la hojarasca aún húmeda del rocío. Escuchar los silencios y de tanto en tanto, los ecos que el propio bosque le regalaba. Conocía el río que portaba canciones en sus orillas, podía ver los espíritus errantes que quedaban prendidos de las hojas más altas de los árboles del bosque oscuro.
Sus manos acariciaban en esas mañanas los ecos dormidos que le regalaba el bosque, mientras se volvía imperceptible al ojo humano y escuchaba, cercana a la aldea. Escuchaba palabras que a veces venían acompañadas de gestos y miradas, y otras revoloteaban sueltas y sin control.
Las tomaba y guardaba en un rincón de su memoria. Cuando llegaba a casa las volvía a escuchar, exploraba las sensaciones que le provocaban, algunas las volvía a guardar y otras las desechaba. Las había con hermosos bordes de flor y también con afiladas garras. Las había nacidas del corazón, del estómago, del cerebro e incluso, de los intestinos. Pero las que más le gustaban eran aquellas que llevaban la silueta del alma.
Todas guardaban fuerza, formando pétalos que ella cobijaba en forma de flor.
Un día descubrió que las palabras tomaban alas y querían libertad.
Ese día supo que nada volvería a ser igual...