Aquella
tarde era demasiado calurosa para jugar al voleibol. Un deporte que no se me
daba bien, por cierto. Pero a veces, el destino, el universo, o la mala uva de
una compañera, te colocan en una difícil situación.
-
Tienes que salir a jugar- me dijo con voz clara, firme y rotunda mi capitana.
La
miré. Yo soy bajita, pequeñita, y casi transparente. Ella es alta, rubia, con
muchas pecas sobre la nariz y una mirada de águila imperial.
-
Tienes que salir. ¡Ya! – me repitió de nuevo.
Señor,
¿cómo es posible? Todo el equipo sabía que yo me había apuntado en aquella
actividad extraescolar por obligación, no por devoción. Lo mío era la
biblioteca, los libros, las historias… pero no el deporte. Genéticamente no
vengo adaptada para ser deportista. Miré mis frágiles pantorrillas y mis
piernecillas de alambre y bufé. Todos sabían que mi lugar en el equipo era
estar sentada en el banquillo y gritar animando a las demás.
-
¿Y dónde me pongo?
-
¿Me lo preguntas en serio? ¡Venga Ana! ¡Tienes que sustituir a Lidia!
Algo
así me había temido cuando vi que Lidia incrustaba su codo en el estómago de
otra chica.
Con
las manos unidas en plegaria, y simulando que estaban así por el deporte en
cuestión, me coloqué en mi posición. Dios mío, Dios mío, que esto acabe pronto,
recé. Soy mala, muy mala.
El
otro equipo lanzó y la pelota redonda, asesina y fulminante se dirigió a
nuestro lugar. Yo estaba en la parte de atrás. Mis dos compañeras de delante se
movían con gracia y soltura, así como mi compañera de la derecha. La gente
gritaba, todos se movían y yo, con los pies anclados en el suelo. De pronto, la
capitana gigante me gritó un improperio y vi que el balón se acercaba a mí con
determinación. Para que no me golpease levante los brazos a fin de proteger mi
cuerpo menudo. Sentí un dolor intenso en mis muñecas y sorprendida vi que el
juego no se paraba.
No
podía creerlo. Había golpeado la pelota sin siquiera proponérmelo,
impidiendo que tocase el suelo, mientras mi agresiva y eficaz compañera de al
lado me empujaba y golpeaba con fuerza aquella bala redonda y la lanzaba al
contrario marcando un tanto.
La
gente se volvió loca gritando. ¡Empatadas! Qué alucine. Hasta que comprendí.
Tocaba rotar y a mí equipo, sacar el tanto. Y ya no sólo a mi equipo. Me temo que
a mí. Yo era la siguiente, pues con cada tanto, había que girar.
“No
puedo. Yo no sé hacer esto. Todos se reirán. Porque soy transparente y no se me
da bien el deporte. No estoy adaptada genéticamente”
Debí
pensar muy fuerte, porque mi compañera de la izquierda me miró como si tuviera
un perro en el hombro, y desde detrás se escucharon unas risitas malévolas.
Miré
al banquillo. Mi capitana estaba a punto de sufrir un colapso nervioso y yo
otro. Sujete la pelota con la mano, como tantas veces había visto hacer a mis
compañeras y yo había practicado a solas. Levanté el brazo y observé que la
gente no me prestaba atención. El tiempo estaba próximo a finalizar. Pero todos
sabían que yo no sabía lanzar.
De
pura rabia por aquella situación que nunca se debió dar, golpeé con el puño
cerrado de mi mano derecha, aquel objeto redondo que me miraba y se burlaba de
mí, impávido, sobre mi mano izquierda. La pelota ascendió con fuerza, con mucha
fuerza, la gente se calló. Desde el otro lado de la red se escuchó movimiento.
No esperaban que lanzase, pero lancé. Devolvieron el golpe mientras mi corazón
galopaba. ¡Había lanzado! ¡Lo había hecho! La pelota llegó a nuestro lado de
nuevo y esta vez, yo misma la devolví aún a riesgo de perder un diente. Yo la
había elevado al cielo, y no la iba a dejar caer. Al otro lado nadie la
devolvió y la pelota cayó en el centro. Solemne. Solitaria. Alientos
contenidos. Silencio.
¡Y
gritos! ¡Gritos de victoria! Sentí como me elevaban y la gente me chillaba.
¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado!
Mi
capitana se acercó y me zampó un abrazo de oso.
-
¡Qué mal rato me has hecho pasar!- me dijo.
¿Ella
lo había pasado mal? Yo ni siquiera sabía si aquello era real. Tomé una
determinación. Jamás volvería a inscribirme en voleibol. No estoy adaptada
genéticamente para el deporte.
De
camino a casa, sin embargo, hice otra reflexión. Esto es lo que se siente
estando en el punto de mira. Esto es lo que se siente si consigues la victoria.
Te puede salir bien, o salir mal. Y todo cambia, pero si no juegas, no sentirás
tu corazón latir. Tú decides. Quieres observar desde el banquillo, pero la vida
te saca a jugar. Y con un poco de suerte, puedes ganar.
Ahora
sí que me daba miedo crecer.