Y Caperucita aulló en la noche, retando con la mirada a la luna. Se había comido al lobo. Ahora, el resto de la manada, sabía de lo que ella era capaz.
Y la dama del lago se cansó de custodiar a Excalibur. La leyenda de aquella espada tornó en pesado el hierro que la forjó. Así que la regaló como mondadientes a un gigante, que en agradecimiento, le regaló unas habichuelas que llamó mágicas.
Y es que, al comerlas... desaparecía el hambre.
Y Cenicienta vertió en su zapato un licor fabricado con calabaza y mandatos no escuchados. Vertió unas gotas de determinación y un buen chorreón de decisión. Y lo bebió con avidez.
Bajo sus efectos, se equivocó de baile, y en lugar de llegar a un castillo con príncipe y toque de queda a las doce... encontró un claro bajo la luna llena que saboreó hasta el amanecer, bailando descalza y libre. Salvaje.