Como una cancioncilla infantil, gota a gota, verso a verso,tus poemas iban formando parte de mi corriente sanguínea. El eco de tu voz hacía que mi piel sintiese escalofríos y que el mundo embelleciera, que todos fuesen mejores personas, que el cielo brillase y que yo no pudiese decirte que no.
Esa languidez maravillosa y exquisita que recorría mi cuerpo y me hacía buscar apoyo en ti. Esa euforia que transformaba en bueno todo lo malo y que me hacía justificar hasta el más grave de los errores. Todo era el eco de tu voz y esa melodía embaucadora que me impulsaba cada día.
Todo mi mundo eras tú, hasta el más ínfimo detalle. Llegué a saberte a mi lado, saborear tus labios en mis sueños, percibir tu tacto cuando las luces de la casa se apagaban hasta la siguiente mañana.
Esa languidez maravillosa y exquisita que recorría mi cuerpo y me hacía buscar apoyo en ti. Esa euforia que transformaba en bueno todo lo malo y que me hacía justificar hasta el más grave de los errores. Todo era el eco de tu voz y esa melodía embaucadora que me impulsaba cada día.
Todo mi mundo eras tú, hasta el más ínfimo detalle. Llegué a saberte a mi lado, saborear tus labios en mis sueños, percibir tu tacto cuando las luces de la casa se apagaban hasta la siguiente mañana.
¿Quién me iba a decir que un día te marcharías? Sin más, como una de esas decisiones que tú siempre tomabas, impulsado por un resorte. Uno de tus “proyectos”, de tus “sensaciones”, de tus “apuestas seguras”, te apartó de mí.
“Cruzaré el océano”, me dijiste un día. “Regresaré a ti, mi amor. Regresaré”. Me repetías una y otra vez, tal vez conmovido por mi llanto, pero ajeno a mi auténtico dolor y a mi corazón desgarrado. ¿Qué importancia le daba entonces un joven emprendedor, con un futuro prometedor, de veintipocos años, a una apenas mocosa de quince? Yo te lo diré. Ninguna.
Y te fuiste, dejando roto mi corazón y muertas mis ilusiones, con el único consuelo de aquella servilleta de cafetería escrita de tu puño y letra y sabedora de mis desdichas. Que ni una mala hoja de papel llevábamos encima en aquel pequeño café de la estación que olía a dolor y huida. Una servilleta y un bolígrafo plateado que siempre llevabas encima. Era como si tú y yo ahora fuésemos eso. Tú el bolígrafo elegante y sofisticado. Y yo la servilleta pequeña y arrugada. Así me sentí aquel día.
“La letra de una canción”, me dijiste. “Tararéala niña, para que me recuerdes. Algún día cantarás, algún día serás una cantante famosa”, volviste a decir. “Alguien con tu talento no puede pasar el resto de su vida entre tres cochinos y dos vacas”, añadiste. “Un día llegaré a ti, con fortuna y toda la vida por delante para compartirla contigo, y tú estarás allí. Te reconoceré al instante, tus ojos no se olvidan niña. Pero, además, esta canción de fondo recibirá nuestro encuentro. Todo será como ahora, pero mejor”; me susurraste. Y yo miré tu imagen distorsionada por el velo de lágrimas que me cubría los ojos y te dije que tú ya no me recordarías. Yo sí que recuerdo tu respuesta. “Solo tendrás que decirme que soy el eco de tu voz y te recordaré”.
Y después te fuiste y me dejaste allí, plantada como una lechuga, agarrada a ese pedazo de papel como si fuese mi propia vida y sin más expectativas que seguir esperando una llegada que jamás llegaría, estudiando una carrera que no llegaría a ejercer y leyendo todo lo habido y por haber para matar el escaso tiempo libre que la granja me dejaba.
No tardaste en encontrar un amor más adulto. La fortuna te sonrió cuando un día el destino quiso que Laura González — la joven hija acaudalada de un padre millonario cualquiera — cruzase una mirada contigo. Como si de un juguete se tratara, te señalaría con su dedo de fina piel y uñas pintadas de color rosa tropical; y tú, levitarías hasta ella. Mientras, a kilómetros de distancia en el tiempo, yo leía la noticia de vuestro noviazgo e inminente boda, con mis uñas recién cortadas, a fin de quitar la porquería que había en ellas tras el trabajo de aquella granja apartada del mundo, donde los cochinos y las vacas eran otros, pero eran.
No salí de aquel lugar. No estudié canto. No canté ni en la ducha. Pero el destino a veces tiene ganas de jugar y a mí, al menos, me dio una oportunidad para no olvidar que podía entonar tonos en una escala casi imposible. Don Matías, el párroco, necesitaba alguien con buena voz para el coro. Mi abuela le dijo que yo cantaba como los mismititos ángeles. Fíjate tú, que ironía, que era fuego lo que yo tenía en el cuerpo. Fuego y rabia después de ver tu fotografía feliz, sonriendo y mostrando orgulloso a tu recién adquirida esposa, a la que solo faltaba la etiqueta de propiedad.
Qué fácil es caer en el abatimiento y la desidia y qué fácil olvidar un amor que nunca fue. Pero no. No es así tan fiero el león como lo pintan, ni tan benévolo el tiempo.
Tuviste hijos, empezaste a dirigir una gran empresa heredada del papá de tu esposa. Engordaste. Tu cuenta corriente creció en consonancia con tu aspereza y tu miedo a perderlo todo. Ya seguro no te acordabas de aquella niña a la que una vez escribiste una canción en una servilleta.
Una niña que ya era mujer y que lloró a lágrima viva cuando una noche en un pajar cualquiera, entre cochinos y vacas, tuvo su primer encuentro sexual con el que se convertiría en su marido unos meses después, más fruto de la curiosidad y el desatino, que del propio deseo. Un muchacho bueno, cariñoso y trabajador, que tenía chispa en el cuerpo, pero no encendía fuegos en el mío. Aun así me hizo feliz. Me amaba, me cuidaba y me regaló lo más hermoso que jamás podía soñar; mi pequeña, mi niña. ¿Quién puede luchar contra un recuerdo? Nadie. Pero es más fácil con una ilusión.
Nadie tuvo la culpa de lo que vino después. Nadie tuvo la culpa de que tu vida se complicase y que tu bellísima esposa millonaria decidiese que ya no eras su mejor juguete. Nadie tuvo la culpa de que, de la noche a la mañana, tu mundo se volviera del revés y fueses la diana protagonista de multitud de revistas del corazón y cotilleos. Bien que te seguían el rastro en el pueblo. Todos, todos toditos, menos yo, que la rabia ya se había apagado dando paso a un sentimiento más lastimero: la pena. Pena acompañada por lo que quedaba de ardor, más bien un vago recuerdo que permanecía dormido y envuelto en una vieja servilleta con letras que apenas podían leerse y que alguna vez fueron una canción.
Nadie tuvo culpa de que aquél que era mi marido — con el hígado a reventar y el cansancio desbordado—, decidiese una mañana bañarse en las frías aguas del río, a sabiendas de que aquellas corrientes no eran buenas consejeras, perdiendo el equilibrio, las oportunidades y la vida. Me dejó sola con una niña que apenas comenzaba a vivir y ya sabía lo que era que te rompan el corazón.
El eco de tu voz era lo único que me salvaba en los peores momentos, cuando de pronto, como en una especie de trance, llegaba a mí tu sonido imposible y los recuerdos de risas pasadas. Era entonces cuando en susurros yo entonaba aquella melodía olvidada.
El tiempo inflexible y aterrador se detuvo suspendido en una especie de macabro juego. Uno en el que tú llegaste una mañana de otoño a la aldea, con vaqueros y camiseta, el aspecto encorvado de aquél que mucho tuvo y nada retuvo, y quizás los deseos de recordar tus orígenes a través de la única persona que aún vivía de tu familia: tu tío Matías, el sacerdote.
Así fue como entraste aquella mañana a escuchar los cánticos de aquella vieja iglesia que se caía a pedazos, intentando recomponer los tuyos propios.
Y así fue como viste a una pequeña que entonaba con fuerza y alegría en la voz los himnos. Te sentaste en un banco, solo unos bancos por delante de mí, y no reparaste en nadie. Solo en aquella niña que te recordaba mucho a alguien. Terminó la misa y todos empezaron a levantarse y moverse, todos menos aquella pequeña que con paciencia esperó para después dar un salto y escuchar cómo don Matías le reñía. Pero ella sonreía traviesa y, mientras ayudaba a recoger de los bancos los himnos impresos repartidos, entonaba aquella otra canción apagada de otros tiempos que en algún lugar escuchó. Y aquello te clavó en el asiento. Ya sin público, ya sin prisas, ya solo sorprendido, conmovido quizás.
Yo estaba allí, agazapada. Yo también cantaba con mi niña en el coro, pero aquel día tenía mal la garganta y permanecía escondida; allí, intentando pasar desapercibida entre los bancos y las viejas alcahuetas de Remedios y Lola que aún no se marchaban. No hubo problema, pasaste por mi lado y ni me miraste, dirigiéndote a mi hija con una extraña expresión en el rostro. Te acercaste a ella como en una especie de trance y le preguntaste con aquella voz que yo aún recordaba…
¿Quién te enseñó esa canción, pequeña?
Entonces fui yo quién te contestó al fin, envalentonada de pronto, no preguntes por qué:
-El eco de tu voz.
“Cruzaré el océano”, me dijiste un día. “Regresaré a ti, mi amor. Regresaré”. Me repetías una y otra vez, tal vez conmovido por mi llanto, pero ajeno a mi auténtico dolor y a mi corazón desgarrado. ¿Qué importancia le daba entonces un joven emprendedor, con un futuro prometedor, de veintipocos años, a una apenas mocosa de quince? Yo te lo diré. Ninguna.
Y te fuiste, dejando roto mi corazón y muertas mis ilusiones, con el único consuelo de aquella servilleta de cafetería escrita de tu puño y letra y sabedora de mis desdichas. Que ni una mala hoja de papel llevábamos encima en aquel pequeño café de la estación que olía a dolor y huida. Una servilleta y un bolígrafo plateado que siempre llevabas encima. Era como si tú y yo ahora fuésemos eso. Tú el bolígrafo elegante y sofisticado. Y yo la servilleta pequeña y arrugada. Así me sentí aquel día.
“La letra de una canción”, me dijiste. “Tararéala niña, para que me recuerdes. Algún día cantarás, algún día serás una cantante famosa”, volviste a decir. “Alguien con tu talento no puede pasar el resto de su vida entre tres cochinos y dos vacas”, añadiste. “Un día llegaré a ti, con fortuna y toda la vida por delante para compartirla contigo, y tú estarás allí. Te reconoceré al instante, tus ojos no se olvidan niña. Pero, además, esta canción de fondo recibirá nuestro encuentro. Todo será como ahora, pero mejor”; me susurraste. Y yo miré tu imagen distorsionada por el velo de lágrimas que me cubría los ojos y te dije que tú ya no me recordarías. Yo sí que recuerdo tu respuesta. “Solo tendrás que decirme que soy el eco de tu voz y te recordaré”.
Y después te fuiste y me dejaste allí, plantada como una lechuga, agarrada a ese pedazo de papel como si fuese mi propia vida y sin más expectativas que seguir esperando una llegada que jamás llegaría, estudiando una carrera que no llegaría a ejercer y leyendo todo lo habido y por haber para matar el escaso tiempo libre que la granja me dejaba.
No tardaste en encontrar un amor más adulto. La fortuna te sonrió cuando un día el destino quiso que Laura González — la joven hija acaudalada de un padre millonario cualquiera — cruzase una mirada contigo. Como si de un juguete se tratara, te señalaría con su dedo de fina piel y uñas pintadas de color rosa tropical; y tú, levitarías hasta ella. Mientras, a kilómetros de distancia en el tiempo, yo leía la noticia de vuestro noviazgo e inminente boda, con mis uñas recién cortadas, a fin de quitar la porquería que había en ellas tras el trabajo de aquella granja apartada del mundo, donde los cochinos y las vacas eran otros, pero eran.
No salí de aquel lugar. No estudié canto. No canté ni en la ducha. Pero el destino a veces tiene ganas de jugar y a mí, al menos, me dio una oportunidad para no olvidar que podía entonar tonos en una escala casi imposible. Don Matías, el párroco, necesitaba alguien con buena voz para el coro. Mi abuela le dijo que yo cantaba como los mismititos ángeles. Fíjate tú, que ironía, que era fuego lo que yo tenía en el cuerpo. Fuego y rabia después de ver tu fotografía feliz, sonriendo y mostrando orgulloso a tu recién adquirida esposa, a la que solo faltaba la etiqueta de propiedad.
Qué fácil es caer en el abatimiento y la desidia y qué fácil olvidar un amor que nunca fue. Pero no. No es así tan fiero el león como lo pintan, ni tan benévolo el tiempo.
Tuviste hijos, empezaste a dirigir una gran empresa heredada del papá de tu esposa. Engordaste. Tu cuenta corriente creció en consonancia con tu aspereza y tu miedo a perderlo todo. Ya seguro no te acordabas de aquella niña a la que una vez escribiste una canción en una servilleta.
Una niña que ya era mujer y que lloró a lágrima viva cuando una noche en un pajar cualquiera, entre cochinos y vacas, tuvo su primer encuentro sexual con el que se convertiría en su marido unos meses después, más fruto de la curiosidad y el desatino, que del propio deseo. Un muchacho bueno, cariñoso y trabajador, que tenía chispa en el cuerpo, pero no encendía fuegos en el mío. Aun así me hizo feliz. Me amaba, me cuidaba y me regaló lo más hermoso que jamás podía soñar; mi pequeña, mi niña. ¿Quién puede luchar contra un recuerdo? Nadie. Pero es más fácil con una ilusión.
Nadie tuvo la culpa de lo que vino después. Nadie tuvo la culpa de que tu vida se complicase y que tu bellísima esposa millonaria decidiese que ya no eras su mejor juguete. Nadie tuvo la culpa de que, de la noche a la mañana, tu mundo se volviera del revés y fueses la diana protagonista de multitud de revistas del corazón y cotilleos. Bien que te seguían el rastro en el pueblo. Todos, todos toditos, menos yo, que la rabia ya se había apagado dando paso a un sentimiento más lastimero: la pena. Pena acompañada por lo que quedaba de ardor, más bien un vago recuerdo que permanecía dormido y envuelto en una vieja servilleta con letras que apenas podían leerse y que alguna vez fueron una canción.
Nadie tuvo culpa de que aquél que era mi marido — con el hígado a reventar y el cansancio desbordado—, decidiese una mañana bañarse en las frías aguas del río, a sabiendas de que aquellas corrientes no eran buenas consejeras, perdiendo el equilibrio, las oportunidades y la vida. Me dejó sola con una niña que apenas comenzaba a vivir y ya sabía lo que era que te rompan el corazón.
El eco de tu voz era lo único que me salvaba en los peores momentos, cuando de pronto, como en una especie de trance, llegaba a mí tu sonido imposible y los recuerdos de risas pasadas. Era entonces cuando en susurros yo entonaba aquella melodía olvidada.
El tiempo inflexible y aterrador se detuvo suspendido en una especie de macabro juego. Uno en el que tú llegaste una mañana de otoño a la aldea, con vaqueros y camiseta, el aspecto encorvado de aquél que mucho tuvo y nada retuvo, y quizás los deseos de recordar tus orígenes a través de la única persona que aún vivía de tu familia: tu tío Matías, el sacerdote.
Así fue como entraste aquella mañana a escuchar los cánticos de aquella vieja iglesia que se caía a pedazos, intentando recomponer los tuyos propios.
Y así fue como viste a una pequeña que entonaba con fuerza y alegría en la voz los himnos. Te sentaste en un banco, solo unos bancos por delante de mí, y no reparaste en nadie. Solo en aquella niña que te recordaba mucho a alguien. Terminó la misa y todos empezaron a levantarse y moverse, todos menos aquella pequeña que con paciencia esperó para después dar un salto y escuchar cómo don Matías le reñía. Pero ella sonreía traviesa y, mientras ayudaba a recoger de los bancos los himnos impresos repartidos, entonaba aquella otra canción apagada de otros tiempos que en algún lugar escuchó. Y aquello te clavó en el asiento. Ya sin público, ya sin prisas, ya solo sorprendido, conmovido quizás.
Yo estaba allí, agazapada. Yo también cantaba con mi niña en el coro, pero aquel día tenía mal la garganta y permanecía escondida; allí, intentando pasar desapercibida entre los bancos y las viejas alcahuetas de Remedios y Lola que aún no se marchaban. No hubo problema, pasaste por mi lado y ni me miraste, dirigiéndote a mi hija con una extraña expresión en el rostro. Te acercaste a ella como en una especie de trance y le preguntaste con aquella voz que yo aún recordaba…
¿Quién te enseñó esa canción, pequeña?
Entonces fui yo quién te contestó al fin, envalentonada de pronto, no preguntes por qué:
-El eco de tu voz.
Pero qué preciosidad de historia, desborda sensibilidad.
ResponderEliminarBesos.
¡Hola Noelia! ¡Muchísimas gracias! Besos :D
EliminarAmiga Margarita,
ResponderEliminarLas canciones desde que somos pequeños hasta la edad adulta establecen literalmente un ritmo en nuestras vidas.
Un beso y buena semana!!!
¡Hola Douglas! Así es, y en este caso, una vida entera. ¡Buena semana! Besos :D
EliminarPero que buena historia!! Un espejo del pasado en el futuro. Creo que lograste un relato estupendo desde algo que encierra cierta magia pero metida en la realidad. Una realidad con su lado mágico, un reflejo perfecto de algunos de los rincones del alma humana.
ResponderEliminarFelicito.
¡Hola Nocturno! ¡Muchísimas gracias amigo mio! Besos :D
EliminarUf, debería estar acostumbrada a tu forma de escribir pero siempre me conmueves, logras atraparme y me quiero quedar, quiero saber el final aunque lo invento, pero tampoco tengo prisa por llegar al punto final. Precioso"" abrazos
ResponderEliminar¡Muchísimas gracias Ester! Un beso muy fuerte preciosa, me has alegrado el día :D
EliminarLa de hoy ha sido una historia muy triste pero genialmente escrita Margarita. Las cosas de amor que no se olvidan nunca.
ResponderEliminarAbrazos.
Hola Conchi, pues sí, sobre todo el primer amor. Besos :D
EliminarUna historia fantástica,
ResponderEliminarAbrazo.
Muchísimas gracias Alfred. Besos :D
EliminarMe dejaste sin aliento, una preciosa historia, llena de melancolía, triste. En cuántos pueblos habrán quedado muchachas con el corazón destrozado por el amor que no pudo ser.
ResponderEliminarMe encantó leerla, un abrazo y buena semana Margarita.
PATRICIA F.
¡Hola Patricia! Muchísimas gracias preciosa y muy buena semana :D
EliminarMe gusto la historia. Que forma de sobre ponerse. A veces aunque ese amor no fue correspondido le dio fuerza. Te mando un beso.
ResponderEliminar¡Un beso muy fuerte amiga mia! Muchísimas gracias :D
EliminarQue manera tan especial de enganchar a través de tus historias y el modo en que las cuentas. Ainsss....
ResponderEliminarBeso!
Muchísimas gracias Mento. Muchos besos preciosa :D
EliminarBeing with my little son, I marvel at the melodies of the lullabies. I sing, he sleeps and we travel together in musical subtlety.
ResponderEliminarHappy December!
(ꈍᴗꈍ) Poetic and cinematographic greetings.
*I had commented by mistake on the previous post.
💋Kisses💋
Muchísimas gracias Theda, feliz diciembre :D
EliminarHace tiempo no pasaba con tu blog y como siempre me encanta!
ResponderEliminarQuedo fascinada con tu forma de escribir, seguire leyendo tus otros post
¡Hola Genesis! Ultimamente estoy publicando de forma más espaciada porque estoy metida de cabeza en la publicación de mi siguiente novela, pero no sabes lo feliz que me hace leer tu comentario. Un beso muy fuerte y muchisimas gracias :D
EliminarHola, me ha encantado la historia, como siempre preciosa.
ResponderEliminarBesos desde Promesas de Amor, nos leemos.
Hola Lady Isabella, muchísimas gracias y sí, ahora voy a hacer una visita a mis blogs amigos. Besos :D
EliminarQué maravilla de historia, con qué precisión has desglosado el mapa de sentimientos de la protagonista. Y qué final demoledor. Tienes una forma de escribir envolvente en la cual uno queda involucrado.
ResponderEliminarBesos, Margarita.
Muchísimas gracias Raul, muchisimas gracias de corazón. Besos :D
EliminarPreciosa historia. Algo parecido viví yo. Me he emocionado leyendo.
ResponderEliminarUn abrazo.
¡Hola Josefa! ¡No me digas! Me alegra que te haya gustado, muchos besos y muy bienvenida :D
EliminarSabemos que no volvemos, solo retrocedemos
ResponderEliminarExquisito relato.
Besoss
¡Muchísimas gracias! Besos amigo mio :D
EliminarQué preciosidad de historia y cuánta sensibilidad transmites siempre con tus palabras. Sublime. Me ha encantado, Margarita.
ResponderEliminarUn abrazo gigante!
Muchísimas gracias Yolanda, un beso muy fuerte cariño :D
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