Hola amigos. En los últimos días le he hecho mucho la competencia a los turistas en cuánto a fotografías se refiere.
Al pensar en el blog, una de mis ideas era tomar el máximo de fotografías posibles, de esta forma, al igual que el texto, la imagen tendría un significado.
Cuando le expliqué a mi hijo de once años, el motivo por el cual su madre se había convertido en una improvisada paparachi, me dijo muy dispuesto que él quería ayudar.
Y así es como ayer me dejó atónita cuando desde el interior del coche, con éste en marcha, captó esta imagen.
Así que no me ha quedado otro remedio que escribir una historia para unirla a él.
Espero que os guste la historia, pero sobre todo, la fotografía, pues tiene un valor incalculable. (Un beso Francisco, eres un artista)
Aún no he podido olvidar
la forma sinuosa que se escondía tras las nubes de algodón. El anhelo que en
cada momento, allí tumbada sobre el césped que coronaba la pequeña cima, se
producía en mi pecho, a la espera de que “la cosa” se mostrase tras la
esponjosidad rosa.
Siempre que tenía un mal
día, corría con ganas hasta la pequeña colina y me tiraba al suelo, sin
importarme qué vestido llevaba, o que fría podía estar la hierba. Había un
árbol. Yo creo que era el guardián del cielo, pero mi atención se centraba más
allá de sus hojas, allí, donde las pequeñas nubes rosa se iban uniendo unas a
otras. De vez en cuando, jugando conmigo, comenzaban a bailar entre ellas,
dejando que viese un cachito de “la cosa”.
Los chicos del cole se
reían de mí. Decían que estaba loca porque solo yo podía ver como se asomaba
coqueta y provocadora. Tal vez por eso, mi abuelito me acompañó aquella tarde a
la colina, hizo una serie de movimientos complicados, y por fin, consiguió
tumbarse sobre el frío suelo, justo al lado del árbol soldado.
- La hierba me hace
cosquillas – me dijo.
- Abuelo, no puedes jugar
con la hierba, ¡tienes que mirar al cielo!
Él miró hacia arriba y le
vi hacer unos gestos muy raros con su cara. Hubo un momento en que me entró la
risa, porque su cara se arrugó un montón cuando se concentró mucho. Pero no me
podía reír del abuelo.
- Esas nubes no son rosa,
pequeña. Son grises. Va a llover y nos vamos a poner empapados, y después, me
dolerán los riñones y las rodillas durante mucho tiempo. ¡Fíjate como se mueven
las hojas!
- Venga abuelo, mira más
allá. ¡Allí! ¡Detrás de aquella pequeña nube que tiene forma de dinosaurio! ¿No
la ves?
- Creo que sí…
Pero el abuelito miraba en
otra dirección.
Suspiré con ganas de
llorar. Pero siempre que “la cosa” salía, yo olvidaba mis penas y mi corazón se
alegraba. Allí estaba. Entre la nube que era rosa como la carita de un bebé, y
aquella otra más oscura, como una frambuesa. Y detrás, “la cosa”. Era como una
nube muy grande, muy, muy grande, y parecía rosa por fuera y blanquita por
dentro. Tenía muchos bordes y me sonreía. Se agitaba nerviosa, como si bailara
una danza. Empezó a engordar y adelgazar… y de repente, ya no había nubes rosa…
sólo nubes blancas, de las normales, chiquititas y de algodón. De ésas en las
que si pudieras tumbarte, dormirías y dormirías. Y entre ellas, aquella única
nube rosa que cada vez se hacía mayor y mayor y mayor…
- ¡Abuelo! ¡No la ves! ¡Se
nos va a caer encima!
- Sí, va a llover de un
momento a otro. ¡Ayúdame a levantarme pequeña! ¡Vayamos a cubrirnos!
Unas pequeñas gotitas
cayeron en mis mejillas. Tomé una entre mis dedos y la llevé a mis labios.
Estaba muy dulce.
- ¡Abuelo! ¡Es como
azúcar!
- Déjame probar…
Mi abuelo también probó
algunas gotas y me sonrió.
- ¡Llevas razón pequeña!
¡Ummmm, está muy rica esta nube!
La gran nube rosa sonrió,
cada vez con más ganas, hasta que se escuchaba el canto de su risa en toda la
colina. Y empezó a llover. ¡Nubes de azúcar! ¡Montones de nubes rosadas!
Empecé a girar, una y otra
vez, riendo y bailando. Mi abuelo me riñó. No era buena tanta azúcar. Pero yo
me llené los bolsillos de aquellas golosinas exquisitas y corrí feliz a llevar
mi tesoro a los chicos que se burlaron de mí. Después de todo, no es bueno
guardar rencor, eso vuelve ácido el azúcar y se estropea.
Los niños me miraron de
forma rara, pero aceptaron las dulces nubecitas diminutas sin más. Estaba
feliz. Y entonces escuché la voz de mi madre.
- Papá, no deberías
alimentar su imaginación. Ni comprarle tantas golosinas. Se le picaran los
dientes.
Mi abuelo me miró y me
guiñó un ojo.
- Al menos con ella no
llueven bolitas de chocolate. Me ponía perdido cada vez que iba contigo a la
colina.
- Chsssss, calla papá – le
susurró mi madre – si alguien se entera de nuestro secreto tendremos que
marcharnos.
Eso me puso triste. Yo no
quería irme. Empezaba a hacer amigos. Así que miré otra vez a la colina. El
árbol parecía agitar sus ramas llamándome. Sin que mi abuelo y mi madre se
dieran cuenta corrí hacia él. Casi había llegado cuando vi que una niña me había acompañado.
- ¿Quieres jugar?- me
preguntó ella con una gran sonrisa.
Y entonces volví a sentir ganas
de bailar y reír. Miré hacia arriba, la cosa era ahora chiquitita y me guiñaba
un ojo detrás de una pequeña nube blanca. Creo que se despedía de mí, porque no
volví a ver nubes de color rosa. Pero de vez en cuando, sin que nadie más lo
vea, el árbol agita sus ramas para mí.
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