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¡Chiquillo, levántate ya! ¡Que llegamos tarde!
El
niño que no se levanta, jolín, ¡la ducha! ¡Olvidé cambiar la bombona! ¡Ah!
¡Llego tarde al trabajo! ¡Chiquillo, venga, mueve el culo!
Uf,
uf, uf.
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¡Hija!, ¡Qué mala cara traes hoy! ¡Se te ha olvidado pintarte un poquito!
(¿Pintarme
un poquito? ¡Necesito una capa doble extra de pintura acrílica para tapar estas
ojeras! ¡Y no se me olvidó! Es que no me dio tiempo entre preparar el bocata
del niño y dejarle el dinero del autobús a la niña...)
Y
así, un día, y otro día, y otro día...
Y
contenta. Que estoy trabajando, y eso hoy en día, ES UN MILAGRO.
Pero
no puedo con mi alma.
Y
entonces... se enciende la bombillita. Fin de semana. Echo 20 euros de gasolina
a mi coche pequeñito, que los coches pequeñitos tienen su ventaja y mi Citroen
C3 consume poquito y ¡ala!
¡Qué
cerquita que está Matalascañas! Bocatas en ristre, sombrilla y nevera...
haciendo equilibrios en la arena... Y aunque sea sábado, madrugas, pero no te
importa. La brisa te refresca, pisas la arena fría y sientes que las pilas se
te empiezan a recargar... te despojas de la ropa y te embadurnas de crema... a
lo lejos escuchas al niño chichando no sé qué cosa de que te des prisa...
Déjame tú a mí, que yo necesito mi tiempo...
Respiras
hondo, te diriges a la orilla. El niño amenaza con salpicarte y tú le amenazas
a él con dejarlo sin bocata, que es lo que más le duele. Y después, despacito,
empiezas a sumergirte en la frescura de las aguas marinas... y todo comienza a
diluirse... el reloj, las prisas, las compras, las comidas, la ropa, el estrés...
solos el mar y tú... hasta que el niño te echa agua en la cara y te entra en el
ojo, pero hasta eso se perdona.
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