De
nuevo, aquellas voces le llenaban la cabeza. Se tapó los oídos
dispuesto a no seguir con aquél sufrimiento, pero la letanía se
repetía una y otra vez, constante, tirana, rugiendo en su cabeza.
Los gritos de su madre al recibir los golpes de su padrastro, y su
propia impotencia ante ello, le comían por dentro día a día.
Su
madre defendía al monstruo. Callaba paliza tras paliza, golpe tras
golpe, día tras día. Ella siempre le decía a él, “camina,
continúa, sé fuerte, lucha en la vida, llega más lejos de lo que
he llegado yo, busca tu destino”.
Pero
eso no era fácil. Jaime, a sus dieciseis años, solo tenía una vía
de escape, un alivio, un deseo tácito. El fuego. Cada vez que tenía
cerca un mechero o una cerilla, lo prendía sin más. En aquella
llama que resurgía hermosa y se imponía, él sentía veneración.
Aquella fuerza poderosa le tranquilizaba el espíritu y le ayudaba a
soportar el dolor y la humillación de no ser capaz de solucionar
aquella situación.
Pero
aquél día, hubo un cambio en la sucesión de los hechos. Su madre
había contraido un virus estomacal y permanecía postrada en la
cama. No tenía fuerzas para moverse, la noche se acercaba y aquél
hombre mísero y cruel exigía que Jaime lo acompañase a la
gasolinera más cercana. Quería comprar cervezas, pero a pesar de lo
fuerte que era contra su madre, jamás salía solo de noche si podía
evitarlo. El muchacho, asqueado, subió con él al coche y en
silencio, con el olor nauseabundo del sudor y el alcohol corrompido,
se pusieron en marcha.
Pocos
kilómetros llevaban recorridos, cuando un animal que ni siquiera
pudo reconocer, emergió en la oscuridad de la noche y asustó al
maltrecho conductor, que asustado, dio un giro brusco al volante
provocando que el coche girase dando unas vueltas sobre sí mismo, de
tal forma que quedó bocabajo, ambos cuerpos caídos.
Jaime
llevaba cinturón de seguridad, por el contrario, su padrastro no.
Observó su rostro sanguinolento y con temor, temblando, consiguió
soltar su cinturón y salir poco a poco del coche. Arrastrando
consigo cristales y pánico, se tumbó en la calzada, respirando con
dificultad y llorando. El olor de gasolina comenzó a impregnar la
noche.
Un
dolor intenso y lacerante cruzó su pierna. Al mirarla, comprobó que
tenía un extraño ángulo que antes no tenía. Allí, tumbado en el
suelo, necesitaba tranquilizarse. Tocó su bolsillo. Estaban ahí.
Las sentía, lo llamaban incitadoras. Con emoción, sacó la caja de
cerillas. Decidió retirarse un poco del coche, necesitaba un momento
para calmarse. Arrastró su cuerpo como pudo y se alejó unos metros.
El olor a gasolina cada vez era más fuerte.
Tomó
en sus manos aquella pequeña cerilla y la prendió. Observó con
auténtico gozo como la llama, hermosa y candente, bailaba para él.
Una parte de sí mismo, se relajaba. Le pareció escuchar gritos y
miró al vehículo. Su padrastro había vuelto en sí y le gritaba.
Al igual que gritaba a su madre cada día, al igual que le gritaba a
él. Pedía ayuda. Su mirada ya no era fiera, sino asustada. Lloraba,
al igual que hacía llorar a su madre tantas veces.
Observó
de nuevo la llama. Ésta se consumía. Lamía sus dedos y él notó
su calor. Sopló sobre ella. Necesitaba más. Con un enorme anhelo,
tomó otra de esas cerillas y la prendió. De nuevo la llama bailaba
mientras alguien gritaba. El olor de gasolina le acariciaba los
sentidos. La llama consumía el palo de la cerilla y llegaba a sus
dedos. Podía soplar de nuevo y extinguir aquella vida, o por el
contrario, hacerla crecer. Con alegría, arrojó aquella pequeña
dama al vehículo que grotescamente sólo mostraba chapa y goma.
Una
gran llamarada emergió, mientras los gritos agónicos del
maltratador se elevaban en la noche. Retrocedió todo lo que pudo y
se limitó a observar. Aquellas hermosas llamas cada vez eran más
majestuosas. Más dignas y hermosas. Ya no se escuchaban gritos, si
bien había un extraño olor en el ambiente. Con reverencia, arrimó
a su pecho la caja que contenía las cerillas restantes. Siempre
llevaría una de éstas consigo. Nunca sabía cuándo podría
necesitarlas de nuevo.
Jolín vecina, me has puesto los pelos de punta!!!, solo espero de este relato que no se te haya pegado nada del pirómano que mi patio está pegadito al tuyo.
ResponderEliminarUn besote enorme, estoy impaciente por el fiestón del sábado!!!
Ja ja ja, tranquila vecina, al pirómano lo tengo controlado... creo. Yo también tengo ganas de que llegue el sábado, algo de descanso al fín. Muchos besos.
ResponderEliminarun relato muy bueno para los malos tratos
ResponderEliminarGracias Abbie. Es algo muy grave que sigue persiguiendo y arruinando la vida de muchas personas. Un beso :)
Eliminar¡Vaya relato te has marcado artista! Me has tenido en vilo hasta el finl. Un abrazo para mi escritora favorita, a ver si llego a leer un día la novela que escribiste. Yo estoy moviendo la mia y la cosa está complicada :D
ResponderEliminar¡Hola Cristina! Yo si que tengo ganas de leer la tuya, estoy deseando. Ya me contarás de esas complicaciones... uf. A mi me falta un poquito de valor. Tengo que pulirla mucho, mucho. Muchos besos cariño :)
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