sábado, 29 de agosto de 2015

Reflejos




Lucía caminaba por el mercado con el corazón acelerado, la hora de almorzar estaba muy cercana. Aceleró el paso todo lo posible y con rapidez llegó a casa. Entró como alma que lleva el diablo y dispuso ollas y cacerolas para la batalla.

Puerros, zanahorias, y legumbres caían una tras otra en un recipiente, mientras un trozo de ternera se disponía a zambullirse en otro. Con tanta prisa y vaivén, un cazo de aluminio cayó al suelo con gran estropicio y Lucía dio un grito asustada. Los ojos desencajados, la boca abierta, el corazón en los oídos.

Recogió el objeto de su infortunio y continuó con la tarea. Lola y Ernesto estaban a punto de llegar. Al colocar el cacito en la encimera, vio su reflejo en él y apenas se reconoció a sí misma. La vista cansada, ojeras, piel pálida… la culpa se la comía. Habían pasado muchos años desde que viviera la pesadilla, pero su mente se negaba a olvidar. A veces, durante la noche, despertaba envuelta en sudor e incluso llorando o gritando. Tenía sueños que se repetían trayendo a su memoria aquél horrible recuerdo de su padre, día tras día, paliza tras paliza. Su madre resistía, y ella, se escondía en el armario de su dormitorio y lloraba hasta caer rendida. Todavía, algunas noches, veía la gran mano de su padre levantarse como una guillotina en el aire.

Tal vez por ello no aceptase ver su propio reflejo, quizás porque se parecía físicamente a su madre, tal vez porque debió hacer algo que no hizo.   

Un ruido en la puerta la sacó de su ensoñación. Su hija, Lola, entró corriendo a abrazarla y se sentó dispuesta a comer. Había perdido peso su pequeña, debía ser el colegio, el estrés de los exámenes y las actividades. Por su parte, Ernesto se acercó a ella y miró las ollas y el desorden de la cocina. No dijo nada, pero su rostro se tornó serio.

El teléfono sonó y Lola acudió a cogerlo a la habitación de al lado. Ernesto aprovechó y sin piedad, propinó a Lucía una bofetada.

-No quiero volver a esperar para comer en mi propia casa. ¡Y arregla este desorden! Ya no te reconozco, te has vuelto holgazana. Mírate, pareces un estropajo andante.

Lucía se recriminó a sí misma por no haber sido más rápida. Ernesto tenía razón, ella se había dejado ir. Un pequeño ruido la hizo girarse y horrorizada vio a su hija, de pie, en el umbral, con los ojos desencajados, la boca abierta, y quizás el corazón en los oídos. Algo se rompió dentro de ella, aunque no sabía qué. Ernesto no era como su padre, él se enfadaba con motivos, él tenía razón, ella era torpe y mala madre, sólo ella era responsable de que su hija hubiese presenciado lo ocurrido.

Aquella noche no podía dormir. Así que cuando Ernesto se durmió, ella se levantó a prepararse una infusión. Al pasar por delante del dormitorio de su pequeña, escuchó sollozos. Despacio, abrió la puerta y pasó. La imagen que vio fue un retroceso en el tiempo. Su niña lloraba desconsolada, tapada por las mantas. Asustada, se acercó a ella y la tocó con suavidad. Lola emitió un pequeño gritito y enfocó la vista.

- Lo siento mamá. Tenía que haberte defendido. 

Algo estalló dentro de Lucía, algo profundo y poderoso. Con cuidado, como si su hija, fiel reflejo de ella misma, pudiese romperse cual cristal, la tomó en sus brazos y la guió hasta el espejo de la cómoda. Abrazadas, se colocaron frente a él.


-Mírate bien cariño. Mira lo hermosa que eres. Porque ni tú, ni yo, tenemos culpa de nada. ¿Entiendes? Somos víctimas, por fin lo entendí. Y ¿sabes? Yo no voy a seguir siéndolo más. Necesitaré ayuda, y la buscaré, pero creo que ya he visto demasiados golpes en mi vida y no voy a hacer lo mismo con la tuya. 


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