Lucía caminaba por el
mercado con el corazón acelerado, la hora de almorzar estaba muy cercana.
Aceleró el paso todo lo posible y con rapidez llegó a casa. Entró como alma que
lleva el diablo y dispuso ollas y cacerolas para la batalla.
Puerros,
zanahorias, y legumbres caían una tras otra en un recipiente, mientras un trozo
de ternera se disponía a zambullirse en otro. Con tanta prisa y vaivén, un cazo
de aluminio cayó al suelo con gran estropicio y Lucía dio un grito asustada.
Los ojos desencajados, la boca abierta, el corazón en los oídos.
Recogió el objeto de
su infortunio y continuó con la tarea. Lola y Ernesto estaban a punto de
llegar. Al colocar el cacito en la encimera, vio su reflejo en él y apenas se
reconoció a sí misma. La vista cansada, ojeras, piel pálida… la culpa se la
comía. Habían pasado muchos años desde que viviera la pesadilla, pero su mente
se negaba a olvidar. A veces, durante la noche, despertaba envuelta en sudor e
incluso llorando o gritando. Tenía sueños que se repetían trayendo a su memoria
aquél horrible recuerdo de su padre, día tras día, paliza tras paliza. Su madre
resistía, y ella, se escondía en el armario de su dormitorio y lloraba hasta
caer rendida. Todavía, algunas noches, veía la gran mano de su padre levantarse
como una guillotina en el aire.
Tal vez por ello no
aceptase ver su propio reflejo, quizás porque se parecía físicamente a su madre,
tal vez porque debió hacer algo que no hizo.
Un ruido en la puerta
la sacó de su ensoñación. Su hija, Lola, entró corriendo a abrazarla y se sentó
dispuesta a comer. Había perdido peso su pequeña, debía ser el colegio, el
estrés de los exámenes y las actividades. Por su parte, Ernesto se acercó a
ella y miró las ollas y el desorden de la cocina. No dijo nada, pero su rostro
se tornó serio.
El teléfono sonó y
Lola acudió a cogerlo a la habitación de al lado. Ernesto aprovechó y sin
piedad, propinó a Lucía una bofetada.
-No quiero volver a
esperar para comer en mi propia casa. ¡Y arregla este desorden! Ya no te
reconozco, te has vuelto holgazana. Mírate, pareces un estropajo andante.
Lucía se recriminó a
sí misma por no haber sido más rápida. Ernesto tenía razón, ella se había
dejado ir. Un pequeño ruido la hizo girarse y horrorizada vio a su hija, de
pie, en el umbral, con los ojos desencajados, la boca abierta, y quizás el
corazón en los oídos. Algo se rompió dentro de ella, aunque no sabía qué. Ernesto
no era como su padre, él se enfadaba con motivos, él tenía razón, ella era
torpe y mala madre, sólo ella era responsable de que su hija hubiese
presenciado lo ocurrido.
Aquella noche no
podía dormir. Así que cuando Ernesto se durmió, ella se levantó a prepararse
una infusión. Al pasar por delante del dormitorio de su pequeña, escuchó
sollozos. Despacio, abrió la puerta y pasó. La imagen que vio fue un retroceso
en el tiempo. Su niña lloraba desconsolada, tapada por las mantas. Asustada, se
acercó a ella y la tocó con suavidad. Lola emitió un pequeño gritito y enfocó
la vista.
- Lo siento mamá.
Tenía que haberte defendido.
Algo estalló dentro
de Lucía, algo profundo y poderoso. Con cuidado, como si su hija, fiel reflejo
de ella misma, pudiese romperse cual cristal, la tomó en sus brazos y la guió hasta el espejo de la cómoda. Abrazadas, se colocaron frente a él.
-Mírate bien cariño.
Mira lo hermosa que eres. Porque ni tú, ni yo, tenemos culpa de nada.
¿Entiendes? Somos víctimas, por fin lo entendí. Y ¿sabes? Yo no voy a seguir
siéndolo más. Necesitaré ayuda, y la buscaré, pero creo que ya he visto
demasiados golpes en mi vida y no voy a hacer lo mismo con la tuya.
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