Cuando llega el domingo de Resurrección en Cañada Rosal, la localidad en la que residí hasta los trece años y en cuyo lugar tengo mis raíces, se celebra la festividad de los huevos pintados. Es como bien se define "El legado de una tradición centenaria".
Son muchos los recuerdos que tengo de esta hermosísima tradición. Quizás por ello, cuando me comentaron si quería participar en el primer número de la revista cultural "Arrecife" con un relato... decidí escribir uno que hablase sobre esta tradición.
Hoy quiero compartirlo con vosotros y dedicárselo a mi abuela Paquita y también a mis padres. Las hermosas imágenes que os voy a compartir son de la ilustración que Rocío Hans Sánchez hizo para mi cuento y que me cautivó. Espero que lo disfrutéis amigos míos.
Érase
una vez…
Hay cosas que jamás se
olvidan, por mucho que pase el tiempo.
La más pequeña de casa no
era más alta que el respaldo de las sillas. Su rostro repleto de pecas y sus
rizos esparcidos, como hojas doradas de otoño. El mismo rubor de trigo maduro,
la mirada de un azul intenso, la sonrisa de un querubín venido de lejos.
Su primer apellido era
alemán y el segundo, francés. Su mejor amiga, tenía apellido holandés.
Su madre le explicó una
vez, que su hermoso pueblo, no fue siempre así. Le explicó que antes, solo
había cañadas y caminos, en el mismo lugar donde ahora había blancas casas de
techos de teja roja.
La historia, era como un
cuento, que a la niña le encantaba escuchar.
—
Mami, cuéntame otra vez el cuento del rey.
—
Ahora no cariño, quiero terminar tu bolsa
de ganchillo.
Y así, los destellos
plateados recorrían las agujas de ganchillo, mientras aquellas manos ágiles
ejercían su ritmo de juego. El metal de la aguja alargada, frío como la noche,
era envuelto por el hilo, vibrante como el sueño. El pequeño garfio que formaba
su punta redondeada, sujetaba el hilo para darle un abrazo, formando un
movimiento rítmico e hipnótico en aquella tarde de sábado.
Ana observaba curiosa el
vaivén constante de las manos de su madre. Y la expresión de su cara, absorta
en el trabajo. Tris, tras. Tris, tras… como las notas de una canción.
Un
punto y dos y tres,
formando
una cadena.
Uno
del derecho, otro del revés.
Tejedora
que teje lo que has de ver crecer,
hilos
de puntada firme que sujetan como una red.
Una
vuelta del derecho, y otra del revés.
Solo le falta un asa para poderla coger…
¿Ves?
Y así, la niña giraba y
giraba entonando la canción, mientras su madre continuaba con la labor. Poco
después, ante sus ojos, como por arte de magia, aparecía la pequeña bolsita de
hilo de ganchillo. El hilo verde se había terminado, y su madre, tuvo que
mezclarlo con hilo de color rojo.
—
Pues tendremos que pintar los huevos de
amarillo, porque si los pintamos de rojo, no se verán bien con la red de hilo.
Y Ana aplaudía feliz.
—
Vamos, cariño, ya sabes lo que hay que
hacer ahora.
La cocina era pequeña,
pero bonita. En los azulejos blancos coronados de azul y verde, se reflejaba
como si fuese un espejo, la pulcra encimera de níveo mármol. Sobre ella, un
platero de acero, una panera de madera, un botijo de barro, y un plato con tres
huevos hervidos, que permanecían a la espera. Ana no lo pensó dos veces. Sabía
dónde guardaba su madre las especias, así que solo había que abrir la alacena y
buscar, entre todas ellas, alguna cuyo color se pareciese al amarillo. O algo
así quería recordar que escuchó una vez explicar a su tía.
No tardó su madre en
escuchar un tremendo estropicio, para, al entrar en la cocina, encontrar a su
hija cubierta de azafrán, tosiendo y frotándose la cara. Las baldosas de barro
manchadas con las huellas de azafrán de la niña, la pulcra encimera blanca, toda
repleta de polvo anaranjado y Ana, estornudando.
—
¡Pero Ana! ¡Dijimos que este año íbamos a
utilizar tus pinturas!
La niña no dijo nada,
solo elevó las manos en un gesto de esos que siempre hacía cuando la cogían en
una trastada. Su bonita camisa azul, totalmente cubierta de azafrán, y en su
mano, uno de los huevos con pintas amarillas.
—
¡Mira, mami! ¡Queda bonito!
—
¿Bonito? ¡Pero qué voy a hacer contigo!
—
¿Pintar huevos?
—
Anda, torbellino, a la ducha. Y después
pintaremos huevos cuando limpiemos todo esto. ¡Pero con tus pinturas!
—
¡En este puedo pintar un Bob Esponja!
Un suspiro de resignación
fue todo lo que su madre pudo ser capaz de responder a eso. ¡Menudo
desaguisado!
Horas después, la calma
había regresado, mientras Ana se ponía al fin su pijama, dispuesta para ir a
dormir.
—
Mami, ahora sí, cuéntame otra vez el
cuento, ¡por fi!
—
¿Otra vez?
—
Síiiii, porfi, porfi, porfi.
—
Está bien. Todos los cuentos empiezan
igual. Con un «Érase una vez…»
Érase una vez, allá por
el año 1768, un rey llamado Carlos III. Por entonces, no había casas en este
pueblo, solo caminos intransitables repletos de bandoleros y ausencias, de
miedos y vacíos. Y alguien se lo dijo a este rey, que era un amante de los
cuentos. Su majestad reflexionó. ¿Qué pasaría si los caminos dejaban de estar
desiertos? Una idea empezó a llenar su regia cabeza. Al igual que en las
historias de los libros, él invitaría a gallardos caballeros y damas hermosas
venidos de lejos, aventureros de tierras extrañas, llegados de otros países.
A los nuevos pobladores,
los llamó colonos, y serían portadores cada cual de su cultura y sus
tradiciones. Vendrían dispuestos a aunar el trabajo y a formar una nueva
tierra, hija de un movimiento llamado ilustración.
El rey quería que las
zonas baldías cobraran vida. Y de esta forma, las personas que fueron llegando,
venían desde Alemania, Francia, Austria, Suiza, Italia, y los Países Bajos.
Llegaron con muchos deseos
de trabajar y con la esperanza de comenzar una nueva vida en una nueva tierra.
Pero al llegar, se encontraron solo con caminos desiertos, escasas fanegas de
tierra, algunos aperos de labranza, dos vacas, cinco ovejas y semillas para la
primera sementera.
Fue muy duro, y muchos de
ellos, no lograron ver su sueño cumplido.
—
Esa parte del cuento no me gusta, mami.
—
Lo sé, cariño. Pero… Aquellos que sí lo
lograron, se hicieron fuertes y luchadores, emprendedores y repletos de
esperanza. E hicieron algo muy hermoso. Guardaron en una cajita los sueños de
aquellos primeros, para que jamás se les olvidase la magia que dibujó a su
pueblo. Una cajita que guardaron a los pies de un olivo, el primer árbol que
plantaron. Pero dejaron fuera algo muy preciado que querían que los acompañase
siempre. Se trataba de pequeños tesoros, de aquellas tradiciones que habían
traído de su tierra, como un regalo a este nuevo lugar.
—
¿Por eso es tan importante la fiesta de
los huevos pintados?
—
Sí, cariño. Por eso. Porque la fiesta de
los huevos pintados es una de esas tradiciones. Y hay cosas que no se olvidan,
por mucho que pase el tiempo.
Unos minutos después, la
pequeña dormía al fin. Sus rizos esparcidos por la almohada y algunos lunares
amarillos resistiendo entre sus dedos y en algunas zonas de su cara. Sobre su
mesita de noche, un plato con tres huevos cocidos. Uno era un Bob Esponja, otro
era una amalgama de colores mezclados sin orden ni concierto, y el último era
de un azul intenso con pequeños puntos que semejaban estrellas, al igual que la
lámpara que ahora, en ese instante, se apagaba…
La noche dio paso a la
mañana. La mañana del Domingo de Resurrección.
El suave aroma a café,
recién hecho, se esparció con gusto por toda la casa. No tardaron los estómagos
en rugir, anticipándose al sabor exquisito de las tortas de manteca, aun en el
tostador.
La mesa, dispuesta. El
mantel de hilo blanco, regalo de la abuela, presidía hoy la mañana. El tazón de
caña de azúcar morena, daba la nota de color antes de que las tazas de café y cacao,
hicieran florecer la blancura del hilo. Las cucharas plateadas, como hileras de
soldados dispuestos a la batalla. Servilletas de papel suave con ribetes
azulados, que pronto serían desechados.
Las sillas arrastradas,
las miradas aun con legañas, los cabellos como ramas de una arboleda en plena
tormenta.
Las risas se escuchaban
abiertas. No tardó en llegar la fuente repleta de gañotes hechos con la receta
de la abuela. Suaves, esponjosos, dulces y repletos de azúcar y canela; deshaciéndose
en la boca y, llenando de recuerdos los momentos.
La pequeña sintió rugir
el león del hambre, y empezó a devorar con la mirada tortas, gañotes y
tostadas.
Su padre hacía surcos en
el pan con el cuchillo, a fin de prepararlo antes de verter el aceite. Él era
más de comer pan y Ana disfrutaba de acompañar a su madre a comprarlo. Una vez,
su abuela le dijo que el pan era hijo de los granos de trigo que había en el
campo, del sol que los calentaba, que metía algunos de sus rayos en un horno, y
del agua que los regaba.
Pero Ana sabía que esa no
era más que una historia que le contaban porque era una niña. Ella sabía que no
era así, o los bollitos de pan estarían esparcidos por el campo de margaritas
por el que ella corría muchas tardes. Así que decidió rebatirlo a la abuela.
Fue entonces que ella le dijo que era una niña muy lista, y le dio una nueva
explicación. Le dijo que el pan, venía de un mundo mágico que había escondido
tras el mostrador de la panadería.
La pequeña le explicó a
su abuela, que tampoco era así. Que ella ya había preguntado una vez, y se lo
habían explicado. Había un señor que se llamaba Méndez, que estaba todo el día
lleno de harina. Y este señor, vivía en un lugar encantado, donde siempre olía
a pan caliente, a caramelo y a crema.
Y debía ser un señor muy
generoso, pues vendía muchos panes en su tienda, y también muchos dulces que
después, alguien se llevaba en una furgoneta, porque le sobraban tantos, que
los repartía por un montón de tiendas de muchos pueblos distintos.
Oh, sí. A Ana le
encantaba el pan, pero hoy, no le apetecía para desayunar, ni tampoco una de
esas sabrosas tortas de manteca. Con una sonrisa traviesa, se bajó de la silla
y se dirigió a su habitación dando saltitos.
—
¿Dónde vas, polvorilla? — le preguntó su
padre.
—
Hoy quiero desayunar uno de los huevos que
pintamos anoche.
Ambos padres se miraron divertidos.
—
Ana, sabes que hoy es la fiesta de los
huevos pintados. Por eso he dejado en tu habitación tu blusa blanca, la falda
larga que te he cosido este año y un hermoso cinturón. Ahora, cuando
desayunemos, nos pondremos guapos y nos iremos a la misa. Hoy es Domingo de Resurrección
y habrá muchos cánticos y bolsitas de ganchillo repletas de huevos decorados. Después,
nos quedaremos en la plaza y disfrutaremos de cómo eran las cosas antes, porque
hoy es como si alguien hubiese cogido un reloj y hubiese dado marcha atrás en
el tiempo. Incluso, algunas mujeres, llevaremos vestidos largos y fajines de
colores; como aquellas primeras mujeres que vivieron en nuestro pueblo. Como
las mujeres del cuento.
—
Y después — añadió su padre—, veremos qué
huevo pintado ha quedado más bonito.
Ana los miró a ambos y
respingó su nariz.
—
Pero yo quiero comerme ahora mi huevo. Además,
¡nunca gano!
—
Ah, pero eso no importa — le dijo su padre
—. Lo que de veras es bonito es disfrutar de este momento. Las tradiciones son
los mejores regalos que recibimos, y podemos entregar, porque perduran en el
tiempo y nos recuerdan a nuestros abuelos, y a los abuelos de nuestros abuelos.
Podrás merendarte, si quieres, tu huevo. ¿Te parece?
Durante un instante, la
pequeña se quedó pensativa. Al fin, asintió, regresando a su silla, sin quedarse
quieta ni dejar de removerse en ella.
—
¿A qué está dando ahora vueltas esa cabeza
tuya? — preguntó su padre.
—
Cuando sea mayor, me iré a vivir
aventuras, pero esté donde esté, pintaré huevos el domingo este.
Su padre le besó la
frente, mientras su madre, terminaba de tomar su café.
Ana tenía razón.
Aquel año, tampoco ganó.
Aun así, fue un día
diferente.
***
Treinta años después, Ana
decora huevos junto a Juanjo, su hijo. Fuera se escucha el viento jugando con
los árboles. Dicen que va a llover, e incluso es posible que, si así es, vean
la nieve. Es lo que tiene vivir en las altas zonas de montaña del norte de
España.
—
¿Por qué cocemos huevos para luego
pintarlos, mami?
—
Porque… hay cosas que en su momento fueron
tan importantes, que jamás se olvidan, por mucho que pase el tiempo.
No tardaron las gotas de
lluvia en azotar los cristales, mientras en el interior de la casa, Ana y
Juanjo disponían todo para comenzar su tarea.
—
Juanjo, cariño, mientras decoramos los
huevos, te voy a contar un cuento. Uno que va sobre un rey, unas fanegas de tierra,
dos vacas, cinco ovejas, semillas para sembrar, y huevos que decorar.
Muchas gracias por compartirlo, ha sido un hermoso regalo. Abrazos
ResponderEliminarMuchísimas gracias Ester. Son las tradiciones del lugar donde crecí y que sigo llevando dentro de mí. Besos :D
EliminarLendo, gostando, elogiando, e deixando, votos de uma Páscoa muito Feliz, extensivos à sua família, e mais pessoas, que estejam em seu coração.
ResponderEliminar.
Pensamentos e Devaneios Poéticos
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Muchisimas gracias Rykardo. Besos :D
EliminarQue bonito, me ha encantado! Gracias por el relato.
ResponderEliminarBesos
Gracias a ti por leerlo Espe. Se que es un poco largo. Besos :D
EliminarQué tradición tan bonita! Me gustan cuando participan niños y adultos para luego encontrarse con el resto de familias y el motivo es tan barato y entretenido como pintar huevos cocidos.
ResponderEliminarUn abrazo
Hola Loles. Lo pasamos muy bien. Yo hace años que no voy el domingo de Resurrección, pero ¿sabes? Creo que voy a volver a acercarme por allí, no está tan lejos y quiero que mi nieta lo viva en primera persona. Besos :D
EliminarLas tradiciones definen a los pueblos. un beso
ResponderEliminar¡Hola Susana! Si. Y Cañada Rosal es pueblo de muchas tradiciones porque se fundó con muchas culturas distintas. Besos :D
EliminarCreo que hasta que no tenemos una edad no nos damos cuenta de la importancia de las tradiciones y que cuando estás se pierden algo importante nos falta.
ResponderEliminarMargarita, gracias por compartirlo.
Besos.
Gracias Ángel. Y gracias también por leerlo, se que hoy es una historia un poco más larga. Cañada se fundó con culturas muy diversas, y las tradiciones están ahí. Ir a todos sitios en bicicleta, la fiesta de los huevos pintados, determinada repostería y cocina y un espíritu de cooperativa y grupo que nunca se apaga. Besos amigo mio :D
EliminarPreciosa tradición, cuento y huevos decorados.
ResponderEliminarUn besazo, preciosa.
¡Muchísimas gracias Rocío! :D
EliminarQue bello, nostálgico 🥰
ResponderEliminar¡Gracias Magali! :D
EliminarMuy lindo amiga. Las tradiciones es bonito poder seguirlas y sentirlas.... Saludos.
ResponderEliminarGracias Sandra :D
EliminarHola Margarita!! Un texto precioso, como siempre. Besos!!
ResponderEliminar¡Muchisimas gracias Ana! Besos :D
EliminarNunca me acuerdo yo del Conejo de Pascua :-)
ResponderEliminarBonito detalle compartir tu cuento con nosotros y mucho más bonita la dedicatoria, Margarita.
Un beso enorme.
¡Muchísimas gracias Mag! Besos preciosa :D
EliminarPreciosa la tradición y el cuento en el que has puesto mente y corazón, Margarita. Una maravilla, que nos deja ver tu sensibilidad y el amor a tus ancestros, amiga.
ResponderEliminarMi felicitación y mi abrazo entrañable y admirado por tu constante inspiración, siempre mágica.
¡Muchisimas gracias preciosa! Besos :D
EliminarHa sido un placer sumergirme en el mar de letras que forma este interesante y espléndido cuento pascuero, amiga. Ininterrumpida ola de buen hacer, que te lleva alegre con ella.
ResponderEliminarUn abrazo inmenso.
¡Hola Teo! ¡Muchísimas gracias! Es un cuento que habla mucho sobre mis recuerdos de la infancia. Besos :D
EliminarMargarita. Me encantado... Me ha encantado el cuento. Por un momento he sentido ganas de ir a la cocina y ponerme a tomar el resopon de la media noche. Me parece una historia fantástica y excelente. Me gusta como te llevas a los personajes a la realidad de las tradiciones. Después cuando te vas treinta años después y Ana tiene su hijo Juanjo. Es maravilloso como escribes. Un abrazo enorme.
ResponderEliminar¡Muchísimas gracias Mónica! Un beso muy fuerte preciosa :D
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