domingo, 14 de junio de 2015

Una cerilla



El pequeño Mario sintió que por fin conocía el auténtico significado de la palabra felicidad. Allí, escondido en el granero, entre toda aquella paja seca, estaba a salvo. Con gran regocijo y mucho sigilo, saboreando el momento, casi con reverencia, abrió la cajita de cartón que tenía en sus regordetas manitas.

Observó el tesoro de su interior. Conteniendo la respiración, sacó uno de esos palitos de madera de cabeza roja y cuadrado cuerpecito. La miró con ansiedad. ¿Cuánto tiempo había esperado aquél momento? ¿Cuántas veces le había dicho su mamá que no podía tomar las cerillas?

Con la satisfacción de realizar lo prohibido, apoyó su pequeño dedo sobre aquella forma redondeada y procedió a acercarla al rascador. Estaba tan excitado que sus manos temblaban, pero su boca, sonreía. Un poco de presión sobre la cajetilla. Y ¡zas! Se partió en dos. La alegría se transformó en inquietud.

- ¡Mario! – escuchó la voz de su madre a lo lejos.

Oh, no. Ella era rápida como una gacela. No era justo. El llevaba mucho tiempo añorando ese momento. Espiaba a su madre cuando iba a cocinar, o a su padre cuando encendía la pipa. Desde la lejanía, disfrutaba tan solo unos segundos de aquella hermosa visión de fuego, después, la hermosura se transformaba en humo, y la cajita de cerillas volvía a situarse en un lugar alto, seguro, alejado de él.

Pero su suerte había cambiado aquél día. El timbre del teléfono hizo a su padre abandonar a su suerte aquella cajita. Sobre la encimera de la cocina. A su alcance. Con la rapidez de un rapaz de seis años, tomó su premio y voló hacia su escondite favorito, el viejo granero de paja.

Tomo una nueva cerilla en sus manos, y esta vez, decidió concentrarse más. ¿Y si no tenía otra oportunidad? Con suavidad, acarició aquél palito de madera alargado. De nuevo frotó el extremo rojo en aquella superficie rugosa. Un pequeño chasquido dio paso a una pequeña  llamarada, azulada por debajo, amarillenta por arriba. El circulito rojo se transformó en negro carbón. El olor del calor llenó su respingona nariz.

- ¡Mario! ¿Dónde estás hijo?- sonó muy cerca la voz de su madre.

La llama perdía intensidad y Mario sintió que su momento terminaba. Con movimientos nerviosos acercó un montoncito de paja hacia sí. De esa forma protegería aquella llama maravillosa y sublime. Haría un montoncito de paja a su alrededor y colocaría la cerilla a salvo, justo en el centro, a su lado. La puerta del granero estaba cerrada, el aire no la apagaría. Pero le quedaba poco tiempo. Sólo había una forma de conservar aquella hermosa visión. Prendería ese pequeño montoncito de paja. Sólo ése. Y aquella llama que tanto trabajo le había supuesto, viviría más tiempo. Su madre le descubriría. Se enfadaría con él. Jamás le dejaría volver a tomar las cerillas.

La pequeña llama había ido devorando la madera, curvándola en una extraña posición, consumiendo aquél palito, deshaciéndolo. Era mágico, pero casi llegaba a sus dedos y de forma automática sopló, mientras unas lágrimas caían.

- ¡Mario! ¿Estás aquí dentro, verdad? ¡¿Qué haces ahí?!


No le quedaba tiempo. Era su sueño y nadie podría quitárselo. Con decisión, tomó otra cerilla y la prendió. Justo cuando su madre abría el granero, él la dejaba caer sobre aquel pequeño montoncito de paja seca, para que estuviese a salvo.


1 comentario:

  1. Mientras leía pensaba: A ver a que horas incendia todo el lugar el chamaco? Me gusto mucho como lo has redactado y contado, me gusto incluso como un tema tan sencillo puede llevar a todo un montón de sensaciones como lo narras, lo menciono por mi angustia del incendio XD

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