El pequeño Mario sintió que por fin conocía el auténtico significado de la palabra felicidad. Allí, escondido en el granero, entre toda aquella paja seca, estaba a salvo. Con gran regocijo y mucho sigilo, saboreando el momento, casi con reverencia, abrió la cajita de cartón que tenía en sus regordetas manitas.
Observó el tesoro de
su interior. Conteniendo la respiración, sacó uno de esos palitos de madera de
cabeza roja y cuadrado cuerpecito. La miró con ansiedad. ¿Cuánto tiempo había
esperado aquél momento? ¿Cuántas veces le había dicho su mamá que no podía
tomar las cerillas?
Con la satisfacción
de realizar lo prohibido, apoyó su pequeño dedo sobre aquella forma redondeada
y procedió a acercarla al rascador. Estaba tan excitado que sus manos
temblaban, pero su boca, sonreía. Un poco de presión sobre la cajetilla. Y
¡zas! Se partió en dos. La alegría se transformó en inquietud.
- ¡Mario! – escuchó
la voz de su madre a lo lejos.
Oh, no. Ella era
rápida como una gacela. No era justo. El llevaba mucho tiempo añorando ese
momento. Espiaba a su madre cuando iba a cocinar, o a su padre cuando encendía
la pipa. Desde la lejanía, disfrutaba tan solo unos segundos de aquella hermosa
visión de fuego, después, la hermosura se transformaba en humo, y la cajita de
cerillas volvía a situarse en un lugar alto, seguro, alejado de él.
Pero su suerte había
cambiado aquél día. El timbre del teléfono hizo a su padre abandonar a su
suerte aquella cajita. Sobre la encimera de la cocina. A su alcance. Con la
rapidez de un rapaz de seis años, tomó su premio y voló hacia su escondite favorito,
el viejo granero de paja.
Tomo una nueva
cerilla en sus manos, y esta vez, decidió concentrarse más. ¿Y si no tenía otra
oportunidad? Con suavidad, acarició aquél palito de madera alargado. De nuevo
frotó el extremo rojo en aquella superficie rugosa. Un pequeño chasquido dio
paso a una pequeña llamarada, azulada por
debajo, amarillenta por arriba. El circulito rojo se transformó en negro
carbón. El olor del calor llenó su respingona nariz.
- ¡Mario! ¿Dónde
estás hijo?- sonó muy cerca la voz de su madre.
La llama perdía
intensidad y Mario sintió que su momento terminaba. Con movimientos nerviosos
acercó un montoncito de paja hacia sí. De esa forma protegería aquella llama
maravillosa y sublime. Haría un montoncito de paja a su alrededor y colocaría
la cerilla a salvo, justo en el centro, a su lado. La puerta del granero estaba
cerrada, el aire no la apagaría. Pero le quedaba poco tiempo. Sólo había una
forma de conservar aquella hermosa visión. Prendería ese pequeño montoncito de
paja. Sólo ése. Y aquella llama que tanto trabajo le había supuesto, viviría
más tiempo. Su madre le descubriría. Se enfadaría con él. Jamás le dejaría
volver a tomar las cerillas.
La pequeña llama
había ido devorando la madera, curvándola en una extraña posición, consumiendo
aquél palito, deshaciéndolo. Era mágico, pero casi llegaba a sus dedos y de
forma automática sopló, mientras unas lágrimas caían.
- ¡Mario! ¿Estás aquí
dentro, verdad? ¡¿Qué haces ahí?!
No le quedaba tiempo.
Era su sueño y nadie podría quitárselo. Con decisión, tomó otra cerilla y la
prendió. Justo cuando su madre abría el granero, él la dejaba caer sobre aquel
pequeño montoncito de paja seca, para que estuviese a salvo.
Mientras leía pensaba: A ver a que horas incendia todo el lugar el chamaco? Me gusto mucho como lo has redactado y contado, me gusto incluso como un tema tan sencillo puede llevar a todo un montón de sensaciones como lo narras, lo menciono por mi angustia del incendio XD
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