Don Fernando llevaba
la mitad de su vida como sacerdote de una pequeña aldea. Lugar apacible y
sencillo, en cuyo seno no figuraban más de una treintena de casas de gruesos
muros y bajos techos, y conocida por los alrededores gracias a su enclave
magnífico para los amantes de la pesca del llamado “cacho, cachuelo o
bordallo”, de donde los vecinos habían tomado prestada la denominación del
lugar.
Sus habitantes eran
aficionados a esta pesca, pero no por ello habían dejado de lado las costumbres
cristianas o las tradiciones de antaño, conforme a las enseñanzas impartidas
por su párroco.
El sacerdote,
presumía por doquier de que las gentes de Bordallo eran personas temerosas de
Dios, y limpios de corazón, incapaces de transgredir las leyes sagradas. Se consideraba
afortunado por ejercer su misión evangelizadora en un lugar tranquilo y sosegado.
Más había algo que le
confería cierta intranquilidad, y que incluso, había llegado a tratar con
Pablo, amigo desde la infancia, profesor de la aldea y compañero en la pesca
del Bordallo. Desde hacía un tiempo a esta parte, los lugareños habían
antepuesto la afición local a la misa dominical. De forma lenta, pero
inexorable, el vacío se iba apoderando de la pequeña capilla que dirigía. En
las últimas semanas, la situación se había agravado considerablemente, y don
Fernando se desesperaba con ello.
Aquel domingo, se
disponía a dar su misa a los escasos presentes, entre ellos, su incondicional
amigo Pablo. Cuál no sería su sorpresa y la de los asistentes a la misma, al
comprobar atónitos que un cartel realizado de grueso cartón, prendía del manto
del santo local. En el mismo, una inscripción realizada en tinta de color rojo
vivo, daba lugar a un mensaje, cuanto menos, preocupante.
“Semanalmente, una
confesión tendrá lugar,
en caso contrario, el pecador fallecerá.
Quién
mintió a su esposo y envenenó a la bestia será la primera en confesar,
o su vida perderá antes del próximo oficio
dominical”
Como un reguero de
pólvora, el suceso se extendió entre los aldeanos. Debía tratarse de una broma,
pensaron todos. Hasta que Ursula, esposa de Pablo, falleció el jueves siguiente,
dejando al pueblo sumido en un sinfín de habladurías y miedos.
El siguiente domingo,
la iglesia estaba repleta. Don Fernando, nervioso, no sabía qué pensar. Por
toda la aldea habían circulado todo tipo de rumores sobre la fallecida y su
esposo, el buen profesor. Pero ahora, sólo podía concentrarse en el nuevo cartel que había aparecido, esta vez, sujeto
al altar.
“Al
infiel, pronto enterraré.
Confiesa o perece, tú has de escoger”.
El terror se extendió
por doquier. Los vecinos estaban desconcertados. Y ello empeoró con la muerte
de Paco, el carnicero, al siguiente sábado.
En el oficio del
domingo, un nuevo cartel llenaba la entrada.
“Al que miente y
encubre,
descubriré,
y por él, iré. “
El caos reinó. Los
vecinos empezaron a hacer examen de conciencia. Don Fernando no daba abasto con
las confesiones, y además, aquellas buenas personas no estaban seguras de sí
confesar ante Dios, sería suficiente. Por ello, sin ton ni son, comenzaron a
disculparse unos con otros por todo tipo de cosas. Algunos, habían pedido
prestado algo que no habían devuelto. Otros, habían omitido alguna noticia
importante, y luego estaban los más osados, aquellos que habían sido infieles y
terminaron confesando sus aferes. Todos, menos don Fernando y Pablo, confinado por
el dolor tras la muerte de su esposa, parecían haber perdido el juicio. Incluso
la pesca del bordallo, quedó detenida.
El siguiente domingo,
el aforo de la iglesia se había quedado pequeño, incluso vecinos de otras
aldeas habían acudido al oficio religioso. Sin embargo, ese día, ningún extraño
anuncio les recibió. Más al salir, una inmensa pancarta colgaba desde el
campanario.
“Bienvenidos a
Bordallo, lugar apacible donde jamás ocurre nada y objeto del experimento de
este servidor. En primer lugar, mis disculpas a Úrsula. Tuve que matarla. Ella
vertía un producto en mi comida que apagaba mi deseo sexual. En segundo lugar,
mis disculpas a Paco. Él disfrutaba con Úrsula los placeres que a mí me negaba.
Y en tercer lugar, mis disculpas a la aldea al completo, pues por fin han
conseguido confesar todas sus inquietudes y mostrar su verdadero rostro.
Siempre porfié con mi rival de pesca, don Fernando, que la mejor forma de hacer que
alguien confiese y se acuerde del
Supremo, es hacerle sentir pánico. Espero que me perdones, al fin y al cabo, he
llenado de nuevo tu iglesia.
Firmado: Pablo (más
conocido como la bestia)
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMe ha encantado Marga, en cuanto pueda le dedico otro ratito a leer el resto de tus relatos, que seguro que, al igual que este, serán fascinantes... Enhorabuena'¡¡¡
ResponderEliminarGracias Loli, ¡me alegro muchísimo que te haya gustado! Un beso
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