Ana era la más
pequeña de tres hermanos. Entre las pequeñas responsabilidades de Ana, se
encontraba la de ir a comprar leche. En la aldea donde ella vivía, la leche no
se compraba en el supermercado, sino en la casa conocida por todos como “La
Lechería”. Se trataba de la vivienda de una familia que cuidaba y ordeñaba
vacas. La pequeña cogía su lechera e iba a casa de su vecina, tres calles más
lejos de la suya.
Por el camino iba cantando y haciendo una especie de
movimiento esquelético, algo así como si le hubiese dado un ataque de algo
mientras tarareaba alguna canción, no sin mucho éxito por cierto. Al llegar a
casa de su vecina esperaba pacientemente tras una cola de mamás y algunas hijas
ya mayores. A Ana le sorprendía mucho que casi nunca hubiese hombres, tal vez
ellos no bebían leche, su padre desde luego prefería la cerveza, sin duda.
Durante la espera de
su turno escuchaba comentarios de todo tipo. Desde consejos de cocina, colada…
hasta lo bueno que estaba el nuevo que había llegado de no sé qué sitio que era
muy grande y que estaba para comérselo. No entendía como aquellas jóvenes que
tenían aspecto tan normal podían querer comer a otras personas, con lo buenos
que estaban los guisos que hacía su mama.
Al llegar su turno, se repetía día a día la misma cantinela.
-
Hola
Anita querida. – (Qué manía tenía aquella señora, no era tan pequeña para que
la llamara Anita, y desde luego no creía que su vecina le tuviese tanto aprecio
como para llamarla querida. Pero su madre la había enseñado a ser educada.)
-
Buenos
días señora Hortensia.- (Otra cosa que no entendía, como una señora tan fea
podía tener el nombre de una flor tan bonita)
-
¿Dos
litros como siempre? Sinceramente no entiendo que compres tan poca leche para
tantas personas.
-
No
lo sé señora Hortensia. Yo me llevo lo que me dice mi mamá. Y tenemos bastante,
mi mamá y mi papá no toman leche, y mis hermanos toman sólo un vasito pequeño
por la mañana, menos mi hermana Laura que siempre está intentando quitarle la
leche a todos porque dice que si bebe mucha leche le crecerán mucho las tetas y
Carlos Rodríguez querrá meterle la mano, o algo así.
Todos reían y Ana no
entendía el por qué...
pero lo cierto era que tenía ganas de hacerse mayor, ser una
de las maestras del colegio y dejar a todos sin esa risa molesta cuando fuese a
la lechería. Pero mientras ese momento llegaba, todo seguía igual. La pequeña
tenía la sutileza de un elefante en una tienda de porcelana fina. No es que
fuese torpe, es que tenía movimientos dudosos, a veces no se sabía a ciencia
cierta si caminaba, saltaba, corría o simplemente sin saber muy bien cómo ni
por qué se estampaba contra algo. Su madre siempre le decía que de mayor sería
gimnasta y llegaría a las Olimpiadas, porque esos movimientos parecían olímpicos.
Su primer día de
clase, por ejemplo, tropezó al entrar con el pequeño escalón que había.
Para su desgracia se topó de bruces con el suelo mientras los otros niños se
reían a mandíbula batiente. Repitió la operación en el recreo de clase
manchándose el vestido con el único charco que probablemente hubiese en todo el
centro escolar. La noche antes había llovido algo y la tierra del patio estaba
algo húmeda aún, con lo cual el efecto fue deslumbrante. La pobre Ana con su
vestido nuevo parecía una especie de mancha marrón andante. Su madre le había
cogido dos coletas tan tirantes que parecía que los ojos iban a darle la vuelta
completa a la cabeza y sonreía como una tonta todo el rato porque no podía
cerrar la boca. Pobre Ana. Vaya día.
Sin embargo no todo
fue malo ese primer día. Le encantó el “Cole”. Disfrutó con todo lo que
hicieron. Admiraba a su señorita como todos la llamaban. Era alta, delgada, tan
guapa… hablaba muy bien y sus movimientos eran como de mariposa o de hada.
Algún día ella también sería así y ya no se caería más ni se volverían a reír
con ella. Entonces haría muchos amigos como su hermano Juan y tendría muchos novios como su hermana
Laura.
Y fue creciendo. Terminó
el colegio y pasó al Instituto. Había engordado un poco, su cara seguía siendo
aniñada, y sus ojos ahora se manifestaban hermosos, verdes, con forma
almendrada. Tenía muchas pecas sobre su blanca piel y su pelo tenía un extraño
color anaranjado. Sus compañeros de instituto que eran tan encantadores como
sus compañeros de colegio le pusieron el bonito nombre de zanahoria saltarina.
Pero ella perdonaba todas esas cosillas a cambio de lo que disfrutaba con las
clases. Sus notas eran inmejorables. Leía cada libro que caía en sus manos.
Disfrutaba de cada documental, tenía un afán inmenso de aprender y además
quería enseñar. Su meta seguía intacta.
Durante esta etapa,
la cosa seguía siendo complicada. Seguía ganando kilos, los deportes no eran su
fuerte, pero el resto de las asignaturas eran para ella “pan comido”. A pesar
de ser simpática y desenvuelta, los chicos la veían como una chica con el pelo
zanahoria y algo torpe… exceptuando quizás a Gustavo. Él siempre la alentaba y
decía a los demás que Ana tenía talento natural.
Al muchacho le
gustaba la fotografía, siempre llevaba una cámara de fotos y fotografiaba desde
el amanecer hasta una mancha que se encontrase y pudiese tener alguna forma “inquietante”.
Veía el mundo a través de su cámara y la cámara adoraba a Ana. La había
fotografiado en pleno vuelo cayendo en alguno de sus tropiezos, cuando meditaba
y sin pensarlo se metía en la boca la punta del lápiz, cuando se colocaba el
pelo detrás de la oreja… Tenía infinidad de fotografías de ella.
Terminó la fase del
Instituto y Ana decidió cambiar su rumbo. Sus metas se dirigieron a la
investigación en lugar de hacia la enseñanza. Y las vidas de ambos jóvenes dejaron
de entrelazarse. Ella optó por “Bioquímica” y él por “Fotografía”.
La joven disfrutaba
de su nuevo camino, era feliz estudiando algo tan interesante. Pero sentía un vacío
dentro de sí. Ya era universitaria, pero seguía siendo patosa, lenta… tenía
peso de más y no se sentía agraciada. Era demasiado alta y el tono anaranjado
de su cabello no la ayudaba. Sin
embargo, había conseguido algo muy importante. Sus compañeros ya no se burlaban
de ella. Al contrario, la apreciaban. Su vida no dibujaba tan mal después de
todo. Estaba a punto de finalizar su exitosa carrera y pronto sería un pájaro
libre.
Una tarde al salir de
las clases, entró a tomarse un café con un grupo de compañeros en un café
cercano. Se sentaron en la mesa. Ana pidió su tradicional copa con helado,
nata, sirope y caramelo. Los helados de aquél café eran deliciosos. Cuando empezaba
a saborearlo notó que para variar se había manchado la blusa. Puso su típica
expresión rara, prácticamente bizca y
empezó a oír las risas de sus amigos, al
mismo tiempo que notaba el flash de una máquina de fotos. Al girarse vio
asombrada a Gustavo sonriéndole.
-¡Gustavo!
Corrió rauda a
abalanzarse sobre él, le alegraba tanto verlo…, eso sí, en su ímpetu, terminó
arrojándose con demasiada fuerza y el pobre Gustavo casi cae al suelo.
-¡Ana,
por Dios!- parecía enfadado, pero nada más lejos de la realidad. Sus ojos y su
sonrisa evidenciaban que estaba encantado de que siguiese siendo exactamente
igual que en el Instituto a pesar de estar a punto de graduarse como
bioquímica.
-
¡Que alegría verte Gustavo! ¿Cómo estás? No sé nada de ti. ¿Cómo te va? ¡No me
has enseñado tu estudio! ¿Tienes estudio? ¿Has hecho alguna exposición?
-
¡Para ya torbellino! Yo también me alegro de verte, estoy bien, siento no haber
tenido mucho tiempo libre pero he trabajado mucho, estoy preparando mi primera
exposición, estoy dispuesto a enseñarte mi estudio, y en cuánto a eso, quiero
hacerte una proposición que espero no rechaces. También sería un alivio que me
dejases respirar.
-
Oh, lo siento.- Ana se dio cuenta de que aún no le había soltado mientras
digería todo lo que él le había dicho. ¿Qué proposición sería ésa? - Por favor, ven y siéntate con nosotros.
-
Ana cariño- habló una de sus amigas- nosotras hemos de irnos ya. Tenemos
exámenes que preparar, así que ya nos vemos mañana. ¿De acuerdo?
Ahora solos, se
sentaron en la cafetería y hablaron durante horas. Ana le contó lo bien que le
iba y los proyectos que tenía. Gustavo le habló de que había trabajado mucho y
por fin había comenzado a hacerse un nombre. Y ahí estaba el motivo de la
proposición.
-
Quiero
que me dejes fotografiarte para mi
exposición.
-
Supongo
que bromeas ¿verdad? ¿Me has mirado bien? Sigo teniendo el pelo zanahoria
¿recuerdas? Y mi peso quizás no sea el de los cánones establecidos.
-
Ana,
en serio. Tengo fotografías tuyas del Instituto, pero me gustaría mucho hacerte
fotos más profesionales. No te quitaré mucho tiempo, es más, puedo esperar que
termines tus exámenes. Necesito ayuda para la exposición y tú nunca me has
fallado.
-
Pero
fotografías para una exposición...
-
Estarás
perfecta. Tienes mucha belleza que mostrar.
-
Una
belleza gorda.
-
Odio
que hables así de ti. Una belleza sin más. Por favor, acepta mi proposición.
Y contra todo
pronóstico, y casi una hora después, aceptó. Gustavo le tomó multitud de fotografías
que no le dejó ver en aquél momento.
Dos meses después, Ana
se colocaba un bonito vestido rojo y unos zapatos a juego y se disponía a salir
camino a la Exposición. Se moría de
vergüenza pero sabía que era muy importante para su amigo. Se maquilló ligeramente
y se recogió el cabello en un moño que le daba un aire sofisticado. Se veía
bien. Muy bien por cierto. ¿Quién iba a decir que el rojo del vestido y el
naranja del pelo irían tan bien?
Fue acompañada por algunos
compañeros de Universidad y por su hermana Laura. Nada más llegar quedó total y
absolutamente impresionada. La exposición era inmensa, dividida en tres
secciones. Un gran cartel anunciaba el título de la misma. “Un globo, dos globos, tres globos”.
En la primera sala, “Un
globo”, Gustavo trataba el tema del Planeta Tierra. Fotografías hermosas e
increíbles de varios lugares del Planeta a diversas horas del día. Él ya le
había comentado que había viajado mucho y había fotografiado todo, y no la
había engañado. La segunda sala, “Dos globos”, trataba sobre la Luna. Estaba
repleta de fotografías del firmamento, puestas de sol, fotografías de la luna,
cambio de luces, las estrellas. La tercera sala, “Tres globos”, tenía mensaje
del autor al entrar en ella.
“Mi inspiración, mi musa, mi
querida y adorada Ana. Ella siempre dice que parece un globo. Espero haber
conseguido plasmar en las fotografías que van a ver lo equivocada que está.
Aprovecho para darles a todos las
gracias por su asistencia y gracias Ana, por ser justo como eres. “
Gustavo Méndez
Ordenadas
cronológicamente había una serie de fotografías de ella. Algunas de la época del
Instituto, cayéndose, con manchas, otras pensativa… casi todas, con una hermosa
luz al fondo. En todas ellas, hermosa y natural. Hasta en las que estaba en un
apuro se la veía en su elemento. En la sección central de la sala se veía a la
misma persona más sofisticada, posando
en una sesión de fotografía, maquillada y peinada. Deslumbrante. En la última
sección se la veía vestida de calle, paseando tranquilamente, sentada en un
parque o mirando a la luna desde una terraza.
Ana se sintió
desfallecer. Jamás nadie la había visto así, al menos que ella supiese. Ni
siquiera ella misma. La mujer de aquellas fotografías era realmente hermosa, y
era ella.
Por primera vez se aceptó
a sí misma tal y como era y se gustó realmente. Sus amigos y su hermana no
daban crédito a lo que veían. Parecía una modelo de alta costura en cada
fotografía. Irradiaba fuerza y vitalidad.
-
Ana,
espero que no te hayas enfadado conmigo.- susurró Gustavo a sus espaldas.
-
Eres
tonto… le susurró ya que notaba con horror como se había emocionado y había
empezado a llorar. Sin pensarlo se abrazó a él dándole igual tirarlo al suelo.
-
Gracias
Gustavo.
-
No.
Gracias a ti.
En el futuro, Ana continuó
con su carrera de bioquímica, si bien rechazó más de una propuesta para ser
modelo. Pero ella solo posaba para su marido, el famoso fotógrafo Gustavo. Sus
fotografías eran muy apreciadas y consiguió un gran éxito. Y Ana no se enfadó
con él, ni tan siquiera cuando él enmoquetó el suelo y colocó protectores en
las esquinas de su apartamento o aseguró el material fotográfico de su estudio.
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