El pequeño se miró una
vez más los pies, ahí escondidos bajo las hojas caídas de los árboles. Estaban
sucios, llenos de barro y porquería. Pero el chico mostraba una sonrisa de
felicidad en su rostro, jugando inquieto con las hojas caídas, moviendo los
dedos en una especie de danza, sintiendo quizás como la tierra impregnaba y
masajeaba cada uno de sus pequeños dedos. Empezó a frotar la planta de uno de
sus pies descalzos, negros por la mugre,
sobre la pantorrilla del otro, y emitió una pequeña carcajada.
Se estaba bien en aquél
pequeño jardín de los señores, donde la señorita Julia, le invitaba cada tarde
a acompañarla y le leía las historias de un libro. Era un libro muy bonito, con
dibujos en color y grandes garabatos y manchas negras que la muchacha definía
como letras.
El rapaz tenía una edad
indefinida, pero era el décimo de diez hermanos. Podría decirse que tendría
unos ocho años, año arriba, año abajo. Eso sí, era de mente inquieta. Quería
aprender, como los señores de la casa grande. Tenía inquietud por saber, y casi
lo consiguió en cierta ocasión en que la profesora del pueblo que se encontraba
a unos kilómetros del lugar, apareció, así sin más. En principio, el niño pensó
que aquella mujer alta de mirada rara, con aquél extraño moño que le tiraba
para atrás del pelo, se tocaba tanto la cara, y no paraba de alisarse el
vestido, conseguiría el milagro de que sus padres le permitiesen ir algún día
que otro a la escuela. Sabía que de ser así, tendría que caminar mucho, pues
ellos no disponían de mulo o asno que le sirviera de transporte.
Y así parecía en un
principio, hasta que el pequeño preguntó con timidez si alguno de sus hermanos
podía acompañarle, ya que ninguno de ellos sabía leer ni escribir. Aquella
mujer extraña que no dejaba de atusar su vestido, se quedó muda de repente,
para luego empezar a articular improperios varios contra los padres de ambas
criaturas, preguntando por la educación recibida por el resto de los hermanos,
y que se presumía inexistente. Se montó tal “pifostio”, que el padre del chaval
le arreó una hostia descomunal dejando sus sucios dedos marcados a fuego en la
cara del niño, que solo logró articular algún que otro hipido entre llanto y
llanto, mientras sus hermanos le miraban enfadados, dejando de llamarle Nicolás
y pasando a ser, a partir de aquél desgraciado día, “El chivato”.
Su vida cambió a partir
de aquella bofetada magna y del enfado de sus hermanos. Pues él no sabía leer,
ni escribir, pero sí sabía que “chivato” era una palabra fea, y que no le gustaba.
De nada sirvió la
visita de aquella señora rara, más que para ganarse aquél disgusto, un nuevo
nombre y el enfado de sus padres, si bien éstos estaban tan inmersos en sus
labores de servidumbre, que terminaron por olvidar aquel incidente poco tiempo
después.
Pero aquella señora
rara, antes de marchar de vuelta, a sabiendas de que la familia al completo
servía para la venerable familia Robinson, decidió acudir a los señores de la
casa, conocidos por sus buenas costumbres y actos de caridad. Fue recibida por
el patriarca de la familia, hombre flaco y de mandíbula marcada, con poco pelo
sobre la cabeza pero mucho en la cara, que tenía ojos que parecían mirar dentro
del cuerpo en lugar de fuera si de negocios se trataba, pero parecía quedar
ciego cuando se cruzaba con algún miembro de la familia de aquellos campesinos
pobres que formaban parte de su servicio y a los que permitía vivir en una de
las cabañas adyacentes al granero.
La señora rara del pelo
estirado y el vestido alisado, rogó al señor y a la señora Robinson que se
preocupasen de la educación de aquellos rapaces que estaban a buen seguro
creciendo de forma salvaje e inadecuada. Era pues menester solventar la
situación, un deber cristiano.
Pero los señores
Robinson tenían otras ocupaciones más importantes. Eran una familia tan
extraordinariamente rica que se debían a sus congéneres más necesitados. En
aquella época de tribulaciones, lo mejor que ellos podían hacer era celebrar
fiestas benéficas y actos de caridad para ayudar a las instituciones que lo
necesitaban. No tenían tiempo para preocuparse por aquellos niños que al fin y
al cabo, no requerían de saber leer y escribir para sus tareas encomendadas. Ya
habían hecho bastante dándoles cobijo.
Pero no todos eran
igual en esa casa. La jovencita Julia Robinson, adolescente linda, de carácter
romántico, enamorada de las letras y soñadora de cambiar el mundo, asumió como
suya la responsabilidad de enseñar a leer al pequeño Nicolás.
De esta forma, sin tan
siquiera saber cómo, la señorita consiguió que el pequeño al que sus hermanos
llamaban “el chivato”, le perdiera el miedo y la acompañase todos los días al
atardecer en aquella parte del jardín posterior de la casa. El chiquillo se
sentaba en un tronco de madera y jugaba con sus pies, esperando hasta que ella
llegaba y cada día, le enseñaba una letra distinta y le dejaba ver los dibujos
de sus cuentos.
Florinda, la hermana de
Julia, furiosa por aquella situación indigna e inapropiada, alertó a su madre,
la elegante señora Robinson, sobre lo que ocurría en la parte trasera de casa.
Pero la señora Robinson se sintió orgullosa de que su pequeña Julia tuviese el
corazón tan noble y le permitió dar clases a ese tal Chivato. De esa forma,
demostraría a la profesora local que ella si se preocupaba y ayudaba a los
hijos de sus sirvientes, y que éstos, no necesitaban asistir a clases con el
consiguiente perjuicio de tener que preocuparse porque los niños vistiesen de
forma adecuada para entablar contacto social. No era necesario que los chicos
calzasen o lucieran ropas de calidad mientras trabajaban en el huerto,
limpiaban los jardines o se encargasen de las tareas varias que se les
otorgaba. De esa forma, su misión humanitaria de buena cristiana quedaría
compensada a través de la labor de su pequeña Julia.
Pero aquél día, el
pequeño Nicolás esperó y esperó, hasta que al fin, la jovencita apareció. Venía
contenta, risueña. Hoy no portaba su vestido de flores con delantal blanco, y
sus bonitos zapatos negros de charol. Hoy, traía un vestido rojo brillante con
un gran lazo en su cabello negro y algo que llamó poderosamente la atención del
joven. Unas brillantes botas de color rojo intenso.
El niño se sintió
atraído desde el principio por esas botas rojas.
- Siento llegar tarde
Nicolás. – le dijo ella con voz cantarina.
Ah, el pequeño adoraba
esa voz. Ella era la única que le llamaba por su nombre y se sentaba junto a él
en aquél tronco. Le divertía ver como ella colocaba un pequeño pañuelito antes
de sentarse con gracia y enderezar mucho su espalda. El pequeño siempre le
sonreía, mostrando aquellos dientes que habían empezado a salir cubriendo un
hueco, de forma torcida y que le daban un carácter pilluelo a su sucia cara de
niño bueno.
- Qué guapa viene hoy
señorita Julia – le dijo sin poder dejar de mirar las botas de la chica.
Ella se tapó la cara
sonriendo. No quería mostrar los dientes cuando reía, su madre le había dicho
que las señoritas habían de cuidar esos detalles.
- Gracias Nicolás. Hoy,
te voy a leer un cuento que habla de un joven que tenía unas botas tan
preciosas como éstas que me ha regalado mi papá.
Y así, la joven,
comenzó a mostrar un nuevo libro al pequeño, que hoy, solo podía concentrarse
en aquellas botas, y en como él mismo, se veía reflejado en ellas de tanto que
brillaban.
Aquella misma noche,
las volvió a ver brillar. Solo durante un instante, bajo la luz de la luna,
antes de que quién las llevaba las envolviese en un sucio saco de los del
cobertizo y entrase con ellas en las cuadras.
Pero fue al día
siguiente, cuando el pequeño Nicolás y sus hermanos, escucharon unos gritos
ahogados y vieron a la joven Julia llorar desconsolada al ser llamados a las
cocinas. Alguien había robado sus hermosas botas rojas. Todos estaban
desconsolados por ella, a nadie le gustaba ver a la señorita llorar con tanta
pena. A su lado, su hermana Florinda, no dejaba de mover las manos en el aire
con gesto de enfado.
- ¡Ha sido él! – gritó
con voz de pito señalando con el dedo recto y acusador al pobre Nicolás.
- Yo no he sido
señorita, yo no he sido – le dijo él mirándola con una súplica en sus ojos.
Pero lo que vio lo dejó
sin habla. Los ojos tiernos de la señorita Julia se habían vuelto duros. Lo
miró como jamás lo había mirado antes. El niño no dijo nada, solo se quedó
helado, con los ojos muy abiertos y un ligero temblor en los labios, mientras
una lágrima comenzaba a huir rebelde…
- Yo no he sido –
volvió a insistir.
Florinda no cejó en su
empeño…
- ¡Ha sido él! ¡Ha
tenido que ser él! ¡Te lo dije Julia, no debes pasar tanto tiempo con ese niño
sucio y desharrapado! ¡Te pegará los piojos y su necedad! ¡No es más que un
chivato!
Fue entonces, cuando la
madre del pequeño, mujer callada que pocas veces rompía el viento con el sonido
de su voz, intervino en esta pequeña historia. Era una mujer menuda, débil en
apariencia y afanosa en sus labores. Parecía ser un fantasma que apenas se
sentía vivo salvo cuando se dirigía a sus pequeños. Una mujer que tenía un
atisbo de esperanza de que uno de sus hijos aprendiese a leer al fin. Ella era
silenciosa, y por tanto, observadora. Y observó. El brillo de malicia en los
ojos de la señorita Florinda, la incomprensión avivada por la rabia en los ojos
de la señorita Julia. El goce en cierta forma en la señora Robinson. Como casi
siempre, la ausencia del señor Robinson que era el único capaz de suavizar a la
señorita Florinda. La culpa y el desangelo en la mirada de Luís, su hijo mayor,
que no dejaba de mirar al suelo, una fijación obsesiva en sus pequeños botas
rotas y embarradas de un número extrañamente inferior al que le perteneciera a
un muchacho de su edad.
Con cautela se acercó a
su hijo Nicolás y observó también el brillo del dolor en sus ojos…
- Hijo mío, somos gente
pobre, pero honrados. ¿Has tomado tú las botas de la señorita Julia?
El niño levantó sus
ojos ya abnegados en lágrimas y de un golpe seco las limpió con rabia. Levantó
la cabeza y miró a la joven con pasión.
- No.
- ¿Sabes quién ha sido?
– le preguntó su madre con cautela.
- Sí.
Un silencio atroz se
hizo en el pequeño jardín. Julia detuvo su llanto, Florinda se puso pálida,
Luís levantó la vista de golpe. Sólo se escuchaba el ruido al sorber los mocos
causados por el llanto del niño…
- ¿A qué esperas hijo?
¡Dinos quién ha sido!
La sonrisa apareció de
pronto en su sucia cara llena de manchas, lágrimas y mocos, y con todo el
orgullo del que fue capaz, levantó la cabeza y salió sin más de aquél
lugar, murmurando para sí con orgullo, y
gritando con fuerzas para que todos le oyesen…
- Yo no soy ningún
chivato.
Buenísimo Margarita, muy bello además. El concepto que encerrás en tus letras enaltece y es contundente. Muy fluída la descripción de los eventos y con un final para la sonrisa y la motivación a ser mejor.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchisimas gracias Navegante. La verdad es que es una historia que me gustó escribir. Quizás algo lenta en el tiempo, pero es que yo quería que fuese así, un poco como de otra época. Muy, muy agradecida con tu bellisimo comentario.
EliminarBesos :D
Una historia digna de una novela. Un beso.
ResponderEliminarMuchisimas gracias Susana. Un beso muy fuerte preciosa :D
EliminarMe ha encantado, una vez más una gran entrada, un precioso texto, y una maravillosa historia
ResponderEliminar¡un abrazo!
Muchisimas gracias Naya. Muchos besos :D
EliminarEs cierto, me gusta como para novela de época, aunque la verdad me quede con ganas de mas XD, de confirmar quien fue y que esto terminara mejor de lo que termino, no sé, quiero mas XD
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