Almas de vino

La lucha fue encarnizada. El dolor, los gritos y los desgarros de la carne provocaron oleadas de horror por doquier bajo los recovecos del castillo del conde. 

Había quien incluso juró haber visto mazmorras secretas en las que se celebraban extraños rituales, diezmadas las fuerzas que quisieron detener a aquél al que todos llamaban "maldito".

Quizás por ello, el castillo quedó bajo los designios del paso del tiempo, deshabitado, inhóspito y sucio. Medio derruido y oculto...

Hasta que un día, llegó ella. La joven Clarisa, divertida, hermosa, llena de vida, con fuerza, sueños y premisas. Adinerada y caprichosa, vanidosa... y eso sí, empresaria de las que sabe como acertar y crear imperios de la nada. 

Descendiente de aquél conde que perdió su vida tantos siglos atrás y que masacraba bajo los arcos de piedra... la joven Clarisa solo pensaba en lo hermoso que sería reconstruir aquél enorme castillo. 

Lo veía iluminado en las bellas noches de veladas nocturnas. Intuía sus habitaciones repletas de huéspedes que dieran vida a sus ya apagadas chimeneas. Sentía que podía transfigurar aquella oscuridad que parecía cernirse sobre las altas almenas, en bruma que envolviese a los amantes en noches de literatura y besos bajo los cipreses. 

El foso fue cubierto de flores. Las cocinas se reabrieron con los mejores manjares. La Torre del homenaje fue redecorada como antaño, con la modernidad imprimiendo su toque de magia. Antorchas con bombillas de led, y velas que jamás se apagaban. Alfombras acolchadas en habitaciones con telas de araña de cómodo satén del más caro.

Y en cuánto a los túneles... serían unas bodegas fantásticas del mejor vino que nadie hubiese saboreado.

Todo era perfecto. Único, mágico, especial.

De todo ello, se ocupó Clarisa. Su recompensa se sabía cercana. Una recompensa imposible de olvidar para una humana. La eternidad saboreada, la eternidad disfrutada aquella primera noche, en la que los invitados que recibía el castillo, se preparaban para la cena. Mientras... ella saboreaba la última cosecha entre barricas de roble y olor añejo. Una cosecha que le supo demasiado joven, cuando intentó degustar las notas de una sangre que tomaba demasiada grasa para su agrado.

Limpió bien la comisura de sus labios teñidos del rojo más pasional, a juego con su vestido ajustado, caro, sensual y perfecto. Impecablemente limpio a pesar de que uno de sus huéspedes permanecía desmadejado sobre aquellas piedras que al fin volvían a filtrar sangre humana. Los ojos abiertos en demasía y la piel blanca y fría, sin un rastro de calor en sus venas vacías. 

Y bajo aquellas piedras heladas unas gotas se filtraban entre recovecos, regando el musgo que intentaba apresarlas, cayendo sobre la boca insaciable del que ordenó colocar la primera piedra, para paso a paso, año tras año, y siglo tras siglo, llegar hasta su bella Clarisa, su preferida. Aquella de aspecto adolescente y trescientos años de servicio fiel, a él, el único propietario. El auténtico, inteligente, mortal y apuesto conde Drácula...