El trovador de historias

Había una vez un aprendiz de historias. Le gustaba sentarse junto a su padre y dejar que este le mostrase las mil y una historias que guardaba en pergaminos y legajos, en cuadernos y libros tan antiguos, que olían a un tiempo anterior.

Pasaba las horas ávido de conocimiento y dejando que su fantasía volase en forma de pensamientos. Después, los guardaba en trozos de papel que esparcía por doquier, ocultándolos en pequeñas cajas de tesoro que él mismo creaba. 

Un día se descubrió a sí mismo ante un espejo, con tupida barba y ojos abiertos a la vida. Piernas fuertes de tanto caminar buscando su lugar, y alma de poeta. 

Le faltaba algo y le sobraba mucho. Se sentía cansado del ruido, el bullicio y la rutina. Buscaba consuelo en sus historias. Las bebía a diario, tanto frías como calientes. Dejaba que resbalasen por su garganta y creciesen en su mente. Después, las dejaba marchar en forma de palabras que adhería a trozos de papel. 

 

 

Dibujaba entre vocales y consonantes, entonaba sonetos que hacía danzar al viento, gustaba de buscar en las estrellas... galerías de cuadros que sanaban su alma. Amaba pasear y encontrar pequeños tesoros ocultos en tiendas de antigüedades y también a la orilla del mar. 

Una mañana, al despertar, descubrió junto a su cama un pequeño dragón que en lugar de fuego le regaló un bosque. 

Y de pronto supo qué anhelaba su corazón. 

Construyó su hogar con canciones e historias de amor. Pulió la madera que la soportaba con cuentos clásicos y relatos de final abierto. 

Y fue feliz. 

Tanto, que hizo un pacto con el tiempo y la propia muerte. Se convirtió en una criatura más del bosque en cuyo seno construyó su mundo. Se rumorea que conoció el amor y que dejó de tener edad... al fin y al cabo... los trovadores de historias viven por siempre.