Una mancha de carmín

Ella preparó café.

Él leía reposado, saboreando la caída de la tarde. Adorada los sábados, tardes lánguidas que desembocaban en noches que solían ser apasionadas. Y no porque el sábado fuese un día especialmente sensual. Si no porque el sábado era el día en que podía visitarla desde que le contrataron en el nuevo bufete, en otra ciudad. 

No siempre fue así. Un tiempo atrás, estuvieron a punto de separar sus caminos. Ella era muy celosa y él no soportaba esa presión, la desconfianza, las escenas. 

Un guiño en el parking, que bien podía ser una mota de polvo en el ojo; o alguien que le saludaba por la calle. Incluso le expiaba los mensajes en el teléfono. De forma inesperada, y cuando él menos lo esperaba, le llovían toda clase de quejas y reclamos. 

Pero ella le juró que aquello se había acabado.
Empezó a ir a terapia. 
Le aseguró que podía controlar los celos. 
Entonces él le aseguró que todo estaba olvidado. 

Esa fue la primera vez que de veras le mintió. 

Pero no quería perderla. En el fondo, no quería perderla. La amaba. 

Costó recuperar lo que tenían, pero lo consiguieron al fin, volviendo a sus rutinas, entre ellas, los sábados por la tarde. 

Como esa tarde, en la que ella le miraba como un goloso mira un dulce; mientras él ya se anticipaba al sabor del café que ella le traía. Sabía que ella le daría un beso, pasaría los dedos por su pecho, y terminarían dejando el café y la lectura para más tarde...

Pero no ocurrió así. Y  no ocurrió porque ella vio una mancha de carmín en la taza. 

El dolor y la rabia la traspasaron como una espada, mientras hiriente arremetía contra él, con todo tipo de preguntas y acusaciones. 

Él solo tenía que aclararle que esa mancha de lápiz de labios solo podía ser de ella. O de alguien que la hubiese visitado a ella, pues estaban en su casa. Sin más.  

Pero no dijo nada. 

De pronto, no tenía ganas de librar batallas. Solo se levantó, con calma. Después la miró, intentó acariciar su mejilla mientras ella retrocedía con furia y los ojos impregnados en lágrimas. Y él bajó la mano. Sin decir una sola palabra, se dirigió al baño, abrió el cajón derecho del pequeño mueble que había bajo el lavabo. Tomó la nueva barra. Era bonita y sabía a frambuesas. 

Lo comprobó bien el sábado anterior. 

Sin mencionar palabra, la colocó con suavidad junto a la mesita que había al lado del sofá, las rosas, el libro, y las ganas... 

Ella dejó de hablar de pronto. 

Le miró, el horror en la mirada. 

Y él, le besó la frente, y sin escuchar más reclamos ni disculpas, salió al exterior. 

El viento soplaba, parecía que iba a llover. A lo lejos, le pareció escuchar una voz que le llamaba. 

Pero él no la escuchó y continuó su camino. Tal vez nevara en unos días, o eso había escuchado en las noticias. Sin embargo, él hacía tiempo que no sentía tanto calor en su corazón.