Llegué con el otoño

Hay quien dice que soy inquieta, quizás algo nerviosa, y sin embargo, serena. La imaginación por las nubes, y el despiste por montera. Yo siempre les digo que no soy yo, es el otoño. 

Y es que yo, llegué con él. Ambos de la mano abrimos los ojos al mundo. Él, con sus tonos rojizos y ocres. Me temo que yo era más azul que rojiza...

No exagero. Mis padres decidieron que querían hacerse una fotografía conmigo todavía en el cálido vientre de mamá. Y bueno, casi le digo "hola" al fotógrafo. Fue accionar el "click" y salir pitando para el hospital de San Sebastián, en Palma del Río. 

Lo cierto es que yo tenía prisa por nacer, pero claro, se me olvidó que fuera no es igual que dentro, y no me gustó el frío, así que no respiré. A mi, a mosqueos, pocos me pueden. Pero claro, un buen "guantazo" me hizo arrancar con fuerza. Aun no me he detenido. 

Cualquier estación del año es buena para mí, de cada una hay un detalle que me seduce. Pero el otoño... 

Cuando ese llanto al fin llegó a mi garganta, el pánico me llenó pensando qué era aquél mundo tan grande y frío. Y fue entonces que sentí un aliento cálido, un abrazo colorido, un murmullo de hojas que hablan entre ellas al caer, un olor a tierra mojada tras el intenso calor del verano. 

El azul tornó en anaranjado, y la oscuridad se cubrió de luz; mientras a mi alrededor giraba un olor a crepitar de leña y a castañas asadas.

- Soy el otoño. Yo también acabo de llegar. - me susurró con timidez.

Y nos hicimos amigos. Me habló de la suavidad de terciopelo de los besos, de la importancia de saber esperar. Me narró como el verano se deshilacha en trocitos de carbón que las hojas cubren. Me narró secretos, como el de que a veces el fin, es solo el principio. Me confesó que para él, acariciar las hojas haciéndolas caer para regalar otras nuevas a los árboles, era como escribir un libro...

Y gota a gota, beso a beso... me enseñó a tintar las ideas. 

Tal vez por eso, para mí, el otoño siempre empieza un veintiún de septiembre, aunque realmente no sea así. ¿Qué mas da? Cada veintiuno siento de nuevo su aliento, sin importar la temperatura, sin importar el momento.

Y ahora, cincuenta años después... sigo dejándome seducir por él, y a cambio, yo le narro historias.